El niño eterno
Al hilo de las primeras lecturas, ‘La infancia recuperada’ plantea un regreso a la edad de la inocencia como antídoto de la muerte, a un tiempo sin tiempo que se parece mucho al paraíso
Conforme van pasando los años, va apreciando uno más lo que perdió al hacerse mayor e ingresar en el gremio de los mortales. Y no es que cuando éramos niños dejásemos, objetivamente de pertenecer a ese gremio, pero como no pensábamos ni por asomo en que nos fuésemos a morir alguna vez, todo contribuía a subrayar nuestra radical y subjetiva inmortalidad, comparable tan solo a la de los dioses olímpicos o a la de —por ejemplo— William Shakespeare, aquel a quien Ben Jonson llamó “cisne del Avon”.Saco a Shakespeare a colación porque fue con motivo de una representación de Macbeth por alumnos y antiguos alumnos del colegio del Pilar, dirigidos por el gran Carlos Luis Aladro, en el año del Señor de 1966, cuando trabé amistad con Fernando Savater, que hacía de rey Duncan en esa función, correspondiéndome a mí el papel de Malcolm, su hijo y sucesor (no inmediato, por culpa del usurpador Macbeth). La versión que estrenamos en el Pilar era del propio Fernando. Se basaba, eso sí, muy de cerca, como casi todas las versiones de Shakespeare que se hacían entonces, en la sonora traducción castellana de don Luis Astrana Marín, que no podía faltar en ninguna biblioteca burguesa comme il faut, que era el caso de la de los padres de Savater.
Yo ya sabía de Sava —así es como firmaba en aquellos días lejanos— porque había dirigido la revista del colegio, Soy Pilarista, cuando cursaba Preuniversitario, y porque había tenido la bondad de publicar en las páginas de esa revista algún poema suelto, rabiosamente mimético de los de Juan Ramón Jiménez, a un muchachito de 4º de bachillerato que se llamaba como yo. Aún no he olvidado, ni pienso hacerlo nunca, que fue mi daimon protector, el gran Sava, quien propició mi entrada “so el arco de los leales amadores” de las letras, si me aceptan la impertinente alusión a Amadís de Gaula. (Otra cosa sería que, andando el tiempo, Fernando me reprochase en sus memorias, de manera burlona pero tal vez amable, mi colaboración en la factura de una letra del himno español que por desgracia no ha llegado jamás a cantar nadie, pero el maestro Savater sabe que, más allá de los chistes privados habituales entre miembros de la Casa Real de Escocia, la Jolly Roger de John Silver el Largo que nos unió entonces a él y a mí no ha dejado de unirnos y nos seguirá uniendo hasta que la Muerte termine separándonos).
Todo lo que nos pasa en la vida sucede ‘de verdad’ en la infancia y en la primera juventud, como individuos y como miembros de la tribu. Lo demás son lances de moviola sin el más mínimo interés, susceptibles de ser meramente archivados, pero no recordadosMucho y bueno ha escrito Fernando Savater desde aquella función shakespeareana. Su primer libro se tituló Nihilismo y acción. Constituía la entrega 95 de los “Cuadernos Taurus”, cuando dirigía esa serie el padre Jesús Aguirre, futuro Duque de Alba, y mi entrañable amigo José Luis Garci trabajaba en la editorial (ubicada, por cierto, en la Plaza de Salamanca, muy cerca de donde vivía la familia Fernández-Savater). En la dedicatoria autógrafa de ese libro, que Fernando me regaló unos meses después de que viera la luz, puede leerse: “Para Luis Alberto, esta obra casi tan primeriza y grata como nuestra amistad”. Guardo ese ejemplar dedicado como guardaría Menéndez y Pelayo un manuscrito inédito de su maestro Milá y Fontanals, o como Juan Eduardo Cirlot conservaría un bucle de la actriz Rosemary Forsyth, con una devoción no exenta de fetichismo. Todo lo que nos pasa en la vida sucede de verdad en la infancia y en la primera juventud. Como seres individuales y como miembros de una determinada tribu. Lo demás son lances de moviola sin el más mínimo interés, susceptibles de ser meramente archivados, pero no recordados.He buscado desesperadamente en mi babélica biblioteca un ejemplar de la edición príncipe de La infancia recuperada, uno de los libros de Fernando que más me gustan, y no he conseguido encontrarlo. Sé que lo tuve porque fue en 1976 cuando lo leí, recién defendida mi tesis doctoral, como compensación a tantos meses navegando exclusivamente por mares helenísticos en compañía de Euforión de Calcis. Me entusiasmó ese libro admirable. Ahora solo tengo una reimpresión de 2002 de la edición, hasta ahora definitiva, de 1994 (con ilustraciones en blanco y negro al frente de cada capítulo), y la edición en libro de bolsillo de Alianza (en una reimpresión tardía, de 2005, con deliciosa cubierta de Ángel Uriarte). No puede decirse, pues, que mi biblioteca resulte ejemplar en lo que a ediciones raras de La infancia recuperada se refiere, pero sí puede y debe decirse que ese libro es uno de mis libros favoritos, que lo he leído varias veces, que a lo peor he llegado en mi delirio propagandístico hasta a desprenderme de su editio princeps en algún momento de ofuscación para regalárselo a alguien, lo cual demuestra hasta qué punto me divierte lo contenido en sus más o menos doscientas cincuenta páginas.
¿De qué trata La infancia recuperada? Pues de lo mismo de lo que hablaba yo más arriba: de la infancia como antídoto de la muerte, como edad sin edad, como Tiempo sin tiempo (que diría Eliade). ¿Y quiénes acompañaron a Fernando a ese viaje sin horas, sin relojes, a esa estancia con todos los gastos pagados en el paraíso de la infancia? Pues los escritores cuyas obras leyó cuando era niño o preadolescente, o sea, nombres propios como Kenneth Anderson, Jorge Luis Borges, John Dickson Carr, Agatha Christie, sir Arthur Conan Doyle, Richmal Crompton, Daniel Defoe, Zane Grey, Jack London, Howard Phillips Lovecraft (de quien Fernando me encargó una edición francesa de sus versos cuando hice un viaje con mi padre a París, allá por febrero de 1966), Karl May, Edgar Allan Poe, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, John Ronald Reuel Tolkien, Julio Verne y Herbert George Wells, que son los nombres recogidos in extenso por Savater en la “Guía biobibliográfica de los principales autores evocados” que clausura el libro (al menos en las ediciones que tengo encima de la mesa). Bien es cierto que al lado de esos nombres se menciona también a gente tan estupenda como Kipling y Rider Haggard, Edgar Rice Burroughs y Gaston Leroux, Frederick Marryat y Rafael Sabatini, Robert E. Howard y Michael Moorcock, entre otros muchos. Pero no puedo citarlos a todos, porque cada nombre que cita Savater resuena en mi interior como algo propio, y me da la sensación de que leer La infancia recuperada de Fernando es mirarme en el espejo de una forma cercana al más culpable de los narcisismos: hasta tal punto converge su educación sentimental con la mía, constituyendo ambas puzzles arcimboldescos construidos con las mismas piezas, o sea, con los nombres citados y con los que me callo y pueden encontrarse en el libro en cuestión, acompañando la aventura infantil y juvenil del niño eterno que lo escribió.
Hablar de esos autores en una época tan progre, pagada de sí misma y pedantescamente intelectualoide como los años sesenta y setenta del siglo pasado era cruzar una barrera que solía penalizarse. Pero Fernando Savater, como su querido maestro Nietzsche, estaba, al menos para mí —que tanto me identificaba y me identifico con sus gustos literarios, televisivos y cinematográficos—, más allá del bien y del mal. Gracias a esa (des)ubicación privilegiada, a su sensibilidad y a su gratísima escritura, he podido crecer sin abjurar de Disney, de la línea clara de Hergé, de Tolkien, de los Grimm, de las Mil y una noches, de Star Wars, de todos esos nombres mágicos que, de una y otra forma, conforman mi literatura, esa literatura que, según Georges Bataille, y como recuerda Fernando, no es más que “la infancia al fin recuperada”.