Un maestro de la superficie
El valle de la alegría
Stefan Chwin
Trad. A. Rubió y J. Slawomirski
Acantilado
560 páginas | 29 euros
Hay novelas que son su personaje, imposibles de disociar de la presencia e impronta de quien las protagoniza, devoradas por la intensidad de su principal creación. En ello pesa mucho el oficio, profesión o talento singular del carácter aludido. Porque hay cientos de historias de detectives, de soldados o de asesinos, pero hasta donde conozco existen muy pocas novelas protagonizadas por maquilladores. Y el omnipresente Erich Stamelmann, corazón y alma de El valle de la alegría, es un genio del disfraz, un creador de maniquíes, un virtuoso de los afeites, los polvos y el tinte, un mago de las apariencias.
El grueso de la novela de Stefan Chwin se construye así en torno a una curiosa pareja de opuestos: superficie y profundidad. El mundo y sus intérpretes (filósofos, poetas, estudiosos de la conducta humana) aseguran que la profundidad es la clave, el enigma central, lo decisivo en nuestras vidas, pero Erich Stamelmann, el protagonista de la historia, y sus clientes han aprendido en cambio que es en la superficie, en los rostros que vemos, en el aspecto que mostramos y en las ropas que vestimos donde a menudo se juegan las partidas decisivas de nuestra existencia. El misterio del mundo no es, pues, lo oculto, lo invisible, sino lo revelado, lo visible, que al ser por definición pasajero niega cualquier posibilidad de fijar la experiencia. Como Elias Canetti expresara en Masa y poder: «Nadie sabe qué podría prorrumpir tras la máscara. La tensión entre la rigidez de la apariencia y el misterio tras ella puede alcanzar una dimensión monstruosa. Ella es la razón propiamente dicha de lo amenazante de la máscara. “Yo soy exactamente lo que ves —dice la máscara— y todo lo que temes detrás”».
Cuatro décadas de la historia del pasado siglo, desde el ascenso del nazismo en la Alemania de comienzos de los años 30 a las llamadas Jornadas de diciembre de 1970 en la Polonia de Gomułka, contemplan las aventuras y desventuras de Stamelmann a través de los paisajes de Europa Central y la Unión Soviética. Por ellos desfilarán personajes como Marlene Dietrich, Friedrich Murnau, Leni Riefenstahl, Adolf Hitler, Iósif Stalin, Friedrich von Paulus e incluso la momia de Lenin. Todos ellos, de un modo u otro, intersectarán en la vida y en la obra de este demiurgo de la ambigüedad capaz de transformar lo viejo en nuevo, lo terrible en bello y lo femenino en masculino, ayudando a construir una peripecia que, sin renunciar al clásico modelo del bildungsroman, propone antes que nada una novela de aventuras.
Y, como es de recibo, en las novelas de aventuras cualquier gesto, hecho o decisión suelen estar al servicio del impulso de la trama, de modo que en El valle de la alegría abundan los deus ex machina, los salvamentos inesperados, los golpes de efecto, los encuentros insólitos, las situaciones imposibles y los desenlaces inexplicables. Chwin no es muy escrupuloso en este sentido; el lector haría bien en no serlo tampoco. Pues el interés de la novela no radica en su esfuerzo por resultar verosímil, ni tampoco en su retrato más o menos fiel de una época o colectividad, sino en la potencia de la metáfora aludida. En ese sentido, como creyente de las apariencias, Stamelmann no resulta un personaje muy fiable como modelo, pues sus ideales mudan con tanta velocidad como los rostros que transforma. Ahí radica el interés de esta farsa novelada, expresión de un mundo dominado por el interés, del cual no podemos esperar otra verdad que la mudanza.