En la encrucijada
No es ningún secreto que la industria del libro y todos los oficios vinculados a ella atraviesan un momento delicado que tiene que ver con la caída general del consumo, pero también, más allá de la coyuntura, con la irrupción de las nuevas tecnologías y las implicaciones derivadas del cambio de paradigma. Con el nuevo orden digital, por más que este sea todavía incipiente, y sobre todo con la consolidación de Internet como mercado global, muchos de los hábitos tradicionales de los lectores están siendo revisados y ello, que tiene múltiples consecuencias en varios órdenes, afecta también a las librerías. No pocas voces apuestan por una renovación que parece oportuna o hasta obligada, pero conviene no perder de vista lo que las librerías han aportado y siguen aportando a la calidad de vida de los lectores y de las ciudades.
Sin dejar de señalar lo que la distribución de los libros en los estantes tiene de revelador de los intereses de cada época, Justo Navarro define las librerías como espacios de la memoria en los que el visitante puede rastrear lo que busca o dejarse llevar por el azar del descubrimiento inesperado, siguiendo su escrutinio o mediante la recomendación expresa, siempre bienvenida. Y resalta asimismo su dimensión social, como lugares de reunión que han desempeñado un papel de primer orden en la historia de las ideas políticas o estéticas, favorecen las relaciones personales entre los asiduos —incluidos los propios escritores— o propician el trato con los seres reales o ficticios que pueblan los anaqueles. El hecho de que el número de libros sea limitado, dice Navarro citando a Nicole Krauss, frente a la infinita variedad de Internet, debe interpretarse como una ventaja, en la medida en que responde al criterio selectivo de la librera o el librero, que aporta o puede aportar un valor añadido a la mera acumulación de referencias.
En sendos reportajes, Héctor Márquez y Aroa Moreno abordan la situación de las librerías españolas o, por decirlo al modo de los comerciales, de los canales de venta, amenazados por la irrupción de gigantes como Amazon o la piratería digital. El primero constata la necesidad de reinvención que bastantes libreros reconocen como ineludible, sea por vía de la especialización, de la apertura a las nuevas tecnologías, de la acogida de servicios hosteleros o de la promoción de actividades paralelas como presentaciones, talleres o clubes de lectura. La segunda trata el caso de las cadenas de librerías y las grandes superficies, que no suelen ofrecer servicios tan personalizados pero cumplen también su cometido, afectado de igual modo por la incertidumbre fruto de la contracción del mercado o de las amenazas mencionadas.
Frente a este panorama preocupante que se extiende, como decíamos, a todos los gremios implicados, aunque no siempre se reconozca de puertas afuera, Nuria Barrios apuesta por prescindir de las declaraciones grandilocuentes sobre el valor de la lectura en favor de las historias que cuentan los libros, actuando a la manera de los memorables personajes de la fantasía de Bradbury que se convertían a la vez en custodios y transmisores. Ambas condiciones confluyen de algún modo en los libreros, que durante mucho tiempo han sido intermediarios imprescindibles y luchan ahora por conservar una función que depende, en primer lugar, de que siga habiendo lectores deseosos de conocer esas historias. Podemos acceder a ellas de otro modo, pero los espacios que habitamos no serían lo mismo sin la presencia de las librerías.