Practicar la poesía
Desde sus primeros libros, la historia de la escritura de Caballero Bonald es la historia del cursivo discurrir de una palabra que va al encuentro de sí misma
Quiero olvidar aquí y ahora no solo mi condición de editor en los últimos años de Caballero Bonald, ni siquiera la de prologuista en los años ochenta de su antología Doble vida ni aun los inicios de nuestro trato en los tiempos en los que todavía Seix Barral era dirigida por sus epónimos, es decir, en mi muy primera juventud: y aunque me cueste más el hacerlo hasta me creo en el caso de olvidar u orillar por un momento mi aparición en la lista de menciones en su último y culminante libro de poesía, Entreguerras. Creo que más interesante que todo esto es percibirme a mí mismo como ya muy veterano lector de Caballero Bonald, con quien desde el principio compartí el fervor por la poesía cercana al gongorismo y más generalmente por la escritura a un tiempo hermética y lujosa. Las afinidades en este terreno han sido siempre extraordinarias y se sustancian incluso en dos libros de cercana aparición en el tiempo, muy distintos en casi todo pero no en la concepción de la palabra poética que los sustenta, como son el ya mentado Entreguerras y mi propia y menos abarcadora Rapsodia.Bien sé que últimamente Caballero Bonald —a quien me es difícil no llamar en público nunca Pepe Caballero, que es su nombre en la literatura hispánica contemporánea como mínimo desde el poema inicial de Moralidades de Jaime Gil de Biedma de 1966; aunque en rigor ahí se llamaba aclaratoriamente Pepe (Caballero)— se considera solo poeta y lector de poesía: pero en primer lugar aquí me creo con derecho a darle a la palabra poesía su valor etimológico grecolatino, y entender en consecuencia por ella obra artística y, en este caso, obra literaria en general; y por otro lado no puedo dejar de recordar que varias de sus novelas, pero particularmente una de ellas, Ágata ojo de gato, independientemente de que es poesía en prosa también, tuvieron para mí y muchos, más el valor de una revelación y hasta una anagnórisis.
Y aunque tampoco me quepa opción para omitir algo tan extraordinario como sus memorias, recientemente repristinadas y a la vez reelaboradas en un tono unitario, y en las que brilla tanto como lo memorioso propiamente dicho la agudeza irónica y el sentido ético, creo que todos estaremos de acuerdo en decir que desde el principio (esto es, desde Las adivinaciones) hasta ahora mismo, la historia de la escritura de Caballero Bonald es la historia del cursivo discurrir de una palabra que va al encuentro de sí misma, que se expresa en su ser fónico, su ser lógico y su ser semántico a la vez y que por consiguiente ha emprendido del comienzo al fin la verdadera tarea del poeta, es decir, no solo lo que en este caso, el a la vez iluminado y displicente Dylan Thomas llamaba “mi oficio o aburrido arte”, sino el cumplimiento de las palabras de André Breton: “Practicar la poesía”. También en su libro más reciente: el Oficio de lector es aquí oficio de poeta, como en Pavese.
(*) Escritor, editor y académico de la RAE