Máscaras revelan al poeta
El cordón umbilical
Jean Cocteau
Confluencias
Trad. Antonio Álvarez
138 páginas | 24 euros
A pocos meses de cumplirse el 50 aniversario de la muerte de Jean Cocteau, la editorial Confluencias, e instituciones municipales malagueñas —sobre todas, el Instituto Municipal del Libro (IML) y la Fundación Picasso— han tenido la magnífica idea de realizar una edición cuidadosamente ilustrada en castellano de uno de los textos menos conocidos del autoproclamado Príncipe de los Poetas. El cordón umbilical se edita bajo una precisa traducción de Antonio Álvarez y un prólogo con notas del escritor Alfredo Taján, director del IML y declarado admirador de la obra del autor de Los niños terribles. Es una suerte de testamento, compendio de poéticas, referencias lectoras, relaciones artísticas y anecdotario de una corte parnasiana que alumbró las vanguardias del siglo XX y que ya iba tocando a su fin. El cordón fue un encargo de la editora Denise Bourdet para su colección Yo y mis personajes, donde diferentes autores hablaban de sus obras y relaciones con la materia creativa. Jamás se había editado en castellano, a pesar de haberse escrito en 1961 en Marbella, cuando Cocteau realiza su última visita a España, país que para el autor de Opio, amigo de Picasso y amante del flamenco, era “un poeta en sí mismo”.
Cocteau fue una fuerza creativa sin límites que se disfrazó durante toda su vida de diferentes avatares de El Poeta. En el siglo donde teóricos del teatro y pioneros del psicoanálisis fueron capaces de comenzar a revelar los hasta entonces perfiles difusos de la personalidad humana, Cocteau —del mismo modo que los Picasso, Dalí, Diaghilev, Chaplin y algunas estrellas de Hollywood— mostró el juego de las máscaras como una forma sublimada y productiva del juego infantil. Cocteau sabía intuitivamente que todo niño nace poeta. Él solo supo lograr un delicado equilibrio entre el carácter espontáneo y mágico de la infancia y esa autoconciencia nítida, ese “darse cuenta absolutamente de lo que es un poema” que decía García Lorca. Fue un poeta que alumbra a un actor que representa a un poeta. Pero también un chambelán de lo inesperado, estilizado bufón, trabajador infatigable o provocador minucioso que supo equilibrar los extremos del pagano sacerdocio del escritor con su necesidad de estar en todas las salsas mundanas con las que engrosar bolsillo y vanidades. De ahí que las opiniones de Cocteau sobre sus contemporáneos sean tan habituales como jugosas: Picasso, Stravinski, Jean Marais, Edith Piaf, Unamuno o el boxeador Panamá Al Brown.
Shakespeare, Genet, Flaubert, Rousseau El Aduanero, Balzac, Nietzsche, Thomas Mann o Proust son nombres sobre cuyas obras e influencias se desliza para acabar, siempre, hablando de sí. En este diario póstumo planea también la sensación de ineludible fin de viaje. Es un autor que prevé su muerte. En aquel año de 1961, cuando escribía este ensayo, contribuía a un proyecto de creación de una villa de artistas en Marbella, una suerte de Sunset Boulevard para celebridades que, finalmente, nunca se llevó a cabo. Es fácil imaginárselo como tripulante del barco donde Fellini filmó esa metáfora sobre la vida, sus jerarquías, caretas y vanidades, que fue Y la nave va…, mientras escribe El cordón umbilical. Sin duda, una edición utilísima para adentrarse en el multiverso de Cocteau —poeta, narrador, cineasta, dramaturgo, ensayista, pintor, figurinista, actor…, hombre anuncio— y entender la base de su impulso creativo: disfrazarse para revelarse. Él decía: “yo soy una mentira que dice siempre la verdad”. Acá, las máscaras del héroe se lanzan sobre la mesa mientras intuimos un gesto definitivo de despedida. Entre ellas, tal vez, el rostro de Pierre Dargelos susurre al fin su Rosebud.