La metamorfosis es disfraz
La dama que se transformó en zorro
David Garnett
Trad. L. Salas Rodríguez
Periférica
128 páginas | 15, 75 euros
Desde Las metamorfosis de Ovidio hasta La metamorfosis de Kafka, la historia de la literatura universal se ha valido de la imagen de este proceso, de esta mutación, para expresar multitud de significados y emociones: desde la perplejidad hasta el erotismo, desde la hostilidad de una sociedad burocratizada hasta el ruido de la materia en constante movimiento. La metamorfosis es una metáfora que funde un comportamiento real de la naturaleza −crisálidas, huevas de pez, capullos de rosa−con lo legendario y maravilloso; así se ordena imaginativamente el mundo subrayando el poder de las conexiones y la relación −científico-mágica− entre causa y efecto. Los átomos se redistribuyen en las moléculas, se generan nuevas combinaciones celulares, otras fisonomías, y hombres, mujeres, dioses y diosas se trasmutan en cisnes, laureles, terneras, lluvias doradas, cucarachas, bichos bola, arañas, flores de narciso, el eco de una voz al fondo de la cueva…
Dentro de esa tradición David Garnett, miembro del grupo de Bloomsbury con una estrafalaria trayectoria sentimental −un dato que no se reduce a apunte frívolo al acercarnos a La dama que se transformó en zorro−, escribe uno de los textos más hermosos que he tenido la ocasión de leer en los últimos tiempos. La historia es sencilla y a la vez terriblemente complicada como en esas truculentas y educativas narraciones que les leemos a los niños antes de dormir: el señor Tebrick contrae matrimonio con Silvia, una joven muy hermosa, que durante un paseo por el campo se convierte en un bello ejemplar hembra de zorro. La prosa sencilla y poética de Garnett evoca esos cuentos de hadas que repasan las parafilias de nuestra cultura occidental: desde Piel de asno o Caperucita Roja, dos narraciones donde la metamorfosis es disfraz, a Rapunzel, Peter Pan o Alicia en el país de las maravillas donde crecer y envejecer son modalidades dramáticas de la metamorfosis. Garnett nos coloca frente a una relación conyugal donde lo erótico se entiende como simbiosis de química e ideología, biología y filosofía, instinto y civilización. A partir de ahí el amor entre los diferentes, entre los esposos, se llena de matices que podrían definir un vínculo sentimental pleno, no estático pero sí extático, siempre mutante: cuidado, protección, ocultación de los “defectos” de la persona amada, instinto sexual y reproductivo, miedo, fidelidad, tolerancia, necesidad de no ser egoísta y respetar la naturaleza del otro, lealtad, generosidad, renuncia a cambiar al amante, soledad dentro de la pareja… El nexo que une al señor Tebrick y su zorro se opone dialécticamente a otra criatura metamórfica, el vampiro, como símbolo de pasión y de amor constante más allá de la muerte. Mientras Silvia se aleja cada vez más de su condición humana, Tebrick aprende cosas y, como señala John Burnside en su posfacio, en La dama que se transformó en zorro se producen dos metamorfosis: la de Silvia y la de un atildado burgués que deja de vivir un amor como Dios manda y pasa por loco a ojos de una sociedad llena de convencionalismos y represiones.
Quién sabe si al final toda la literatura se resume en el tránsito de un estado a otro, en un viaje moral y político, individual y colectivo, en una tríada de verbos: hacerse, transformarse, convertirse. Yo no me quito de la cabeza la enternecedora imagen de Tebrick protegiendo a su zorro de los cazadores; la de Silvia avergonzada por una desnudez zorruna que su marido procura cubrir con una bata. Pronto Silvia se desprende del pudor para dar rienda suelta a su avidez depredadora y su ansia de libertad: no por ello deja de amar o ser amada por el excelente señor Tebrick.