Una parábola fellinesca
La fiesta de la insignificancia
Milan Kundera
Trad. Beatriz de Moura
Tusquets
144 páginas | 14, 90 euros
Vuelve Kundera. Austero, polifónico, lúcido. En su lenguaje y en su mirada incisiva. Con la sabiduría de un humor sereno que le permite quitarle las máscaras a la comedia humana. A lo absurdo de una insoportable existencia en una época que desprecia los conocimientos y la memoria, donde la globalización de la banalidad domina los actos cotidianos y la vida es una lucha de todos contra todos. Un tiempo en el que ganan los que consiguen que los otros se sientan culpables. Y también los que comprenden que la belleza de la vida reside en la insignificancia. Milan Kundera convierte de nuevo el nombre de un concepto, emocional y filosófico, en el eje de sus reflexiones sarcásticas, desprovistas de juicios morales, cargadas de sentido y sensibilidad. El libro de la risa y el olvido, La inmortalidad, La identidad, La ignorancia, La lentitud, La insoportable levedad del ser y ahora la insignificancia con la que trama siete breves capítulos que conforman una exquisita parábola fellinesca. Picaresca, inteligencia y sensualidad para preguntarse qué significado tiene el erotismo, la verdad, la cultura, la individualidad, la futilidad de la experiencia humana, el humor frente a la gravedad de lo correcto. Una fiesta narrativa cargada de sutil ironía, de secreta belleza y de ecos hegelianos.
Los protagonistas de Kundera son cuatro amigos: Alain, Ramón, Charles y Calibán. Dos habituales flaneurs del parisino Jardín del Luxemburgo donde el primero reflexiona sobre los diferentes imaginarios eróticos, desde las nalgas hasta la moda de los ombligos, como huellas en la memoria sentimental. El segundo busca la ilusión de la indentidad en medio de la uniformidad. Alain se enfrenta al vínculo con la ausencia de una madre que intentó escapar de él y termina hablándole al oído. Y Ramón a una grave enfermedad que combate desde la felicidad. Los otros dos amigos, Charles y Calibán son artistas en paro. El segundo se disfraza de camarero de diferentes nacionalidades en las fiestas que escenifica el primero (ambos sobreviven económicamente así), cuyo verdadero deseo es montar un teatro de marionetas.
Ninguno de los cuatro sabe que ellos son las marionetas de su maestro que les regala las Memorias de Jruschov −en cuyas páginas se narra la broma que Stalin gastó a los miembros de su politburó− y los mueve en una narración que entronca con La broma, publicada en 1968, donde Kundera abordó el humor como una cualidad durante la época del terror estalinista. En una entrevista a Philip Roth en 1980 le dijo que para identificar a alguien al que no hubiera que tener miedo bastaba con fijarse en su sonrisa. Una sonrisa inteligente y sutil como la que dibuja el lector en los capítulos protagonizados por Quaquelique, amigo de Ramón y amante invisible ante el que sucumben todas las mujeres que huyen de los narcisistas de la seducción y de los que necesitan ser en los ojos de los demás. Otro excelente secundario es D´Ardelo, amigo también de Ramón, que representa la bondad de la mentira y la inutilidad de la brillantez. Su casa será el escenario de una fiesta surrealista y paródica que recuerda a El guateque de Blake Edwards.
Tampoco falta en la novela la marca Kundera. Su habitual crítica a los totalitarismos y a su manera de imponer a los demás una única e inmensa voluntad, una única representación del mundo. Ese mundo en el que las masas han dejado de ser la amenaza de las revoluciones para consumir arte sin perspectiva ni tiempo.
Un puñetazo en una mesa, un ángel cae del cielo. En ese instante la utopía ha muerto. El Jardín de Luxemburgo es entonces el ombligo donde los cuatro protagonistas de Kundera comprenden que se puede crear un hombre a partir de una marioneta, que hay que aprender a amar la insignificancia y que solo desde lo alto del infinito buen humor podemos observar la eterna estupidez de los hombres, y reírnos de ella.