Crónicas del mundo oscuro
Aunque menos conocida que la de los Levi, Améry, Steinberg o Kertesz, existe una narrativa del Holocausto escrita por mujeres que o dejaron testimonio de la persecución antes de ser deportadas y asesinadas, como en el célebre caso de Ana Frank, o conocieron de primera mano la terrible experiencia de los campos pero sobrevivieron para contarlo. Por atenernos solo a los libros traducidos en los últimos años, al primer grupo pertenecería el hermoso Diario de la francesa Hélène Berr (Anagrama); al segundo, las viñetas casi minimalistas que forman Sin flores ni coronas (Periférica) de la también francesa Odette Elina, los estremecedores relatos recogidos en El humo de Birkenau (Acantilado) de la italiana Liana Millu o las recién publicadas memorias de la checa Heda Margolius Kovály, Bajo una estrella cruel. Traducidas por Luis Álvarez Mayo para Asteroide, estas últimas reflejan el paso de la autora por Lodz y Auschwitz o su regreso clandestino a Praga, pero se centran sobre todo en la tiranía prosoviética de Checoslovaquia. Como otros supervivientes, Heda Kovály —cuyo marido fue ejecutado en una famosa purga— tuvo ocasión de comprobar en propia carne que ni el antisemitismo era una enfermedad del pasado o exclusiva de los nazis ni la burocracia estalinista, tan siniestra e implacable como la de los vencidos, suponía liberación ninguna.
Pero si hablamos no de los testimonios directos sino de las reflexiones suscitadas por la Shoah —término que el propio Claude Lanzmann, que lo propuso, ha considerado insuficiente—, es inevitable referirse a otra mujer, Hannah Arendt, que escribió páginas muy lúcidas sobre el principal responsable de la logística del exterminio. Disponible de nuevo en Debolsillo, Eichmann en Jerusalén nació como reportaje —publicado por The New Yorker, que envió a la autora a Israel en 1961 para cubrir el juicio a uno de los nazis más buscados en la posguerra— y se convertiría, luego de su aparición en volumen, en un libro clásico sobre la materia. Por la conocida acuñación sobre la “banalidad del mal”, pero también por haber señalado la colaboración de los Consejos Judíos en la ejecución de la “solución final” o las insuficiencias del proceso, Arendt fue objeto de fuertes críticas. El mismo Lanzmann la acusaba de arrogancia en sus recientes memorias —La liebre de la Patagonia (Seix Barral)—, aunque lo cierto es que su imprescindible Shoah —obra maestra del cine documental— también sufrió la incomprensión de algunos sectores de la comunidad hebrea. No es fácil contar el “mundo oscuro”, como lo llamó Steinberg, pero sigue siendo necesario hacerlo.
Vivió solo cuatro décadas, pero pocos escritores como el norteamericano, paradigma del aventurero moderno, habrán llevado una existencia tan novelesca, caracterizada por grandes éxitos, sonados fracasos e incontables experiencias en el límite. Habitualmente catalogada entre las obras raras de Jack London, El vagabundo de las estrellas (Nórdica) recoge una colección de historias narradas por un condenado a muerte que pasa los días inmovilizado por una camisa de fuerza, capaz de superar los límites de su encierro para soñar —o recordar— otras vidas. Publicada originalmente en 1915, la última novela de London no fue bien recibida en su momento, pero con el tiempo se ha convertido en una obra de culto que pese a su trasfondo fantástico alterna la denuncia de la brutalidad del poder, la invitación a la resistencia en la adversidad y la celebración de la imaginación creadora, siendo también o sobre todo, como señala Fernando Savater, una “metáfora del placer emancipador de la lectura”.
No se trata de un rescate, sino de una novedad estricta, pero está claro que El río de la literatura (Ariel) perdurará como libro de referencia. Desde hace años, el reciente Premio Nacional de las Letras Españolas Francisco Rodríguez Adrados parece empeñado en urdir aproximaciones de conjunto o vastos panoramas que se remontan siempre a los orígenes. Lo hizo en El reloj de la Historia (2006) o en Historia de las lenguas de Europa (2008) y lo hace ahora en otro formidable recorrido —“De Sumeria y Homero a Shakespeare y Cervantes”— que sigue la evolución de los géneros literarios desde Egipto y Mesopotamia hasta el siglo XVII, a partir de una sugerente teoría de los ciclos —avances, retrocesos, saltos, caídas— donde se atiende a los precedentes orales, los influjos cruzados o las líneas convergentes de las distintas literaturas. Acogido a una visión unitaria, el maestro Adrados no pierde de vista el centro, esto es, Grecia, pero su conocimiento del legado indoeuropeo no le lleva a minusvalorar otras lenguas y tradiciones, relacionadas en la gran corriente que —pese al descrédito de la palabra y la crisis de las humanidades, temas abordados en sendos apéndices— aún hoy nos lleva.