Pasión e ideología
Sabemos de la lucidez de Pier Paolo Pasolini, vigente en su temprana denuncia de los efectos devastadores del consumismo o de la alienación de las clases populares, pero no siempre hemos podido acceder a los escritos que justifican el prestigio intelectual de quien fuera, además de poeta, narrador y cineasta, un gran ensayista. Con el provocador título de Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas, tomado de una de las piezas —muchas de ellas inéditas entre nosotros— que incluye el volumen, Errata Naturae ha reunido un estimulante compendio donde el autor de Pasión e ideología señala algunos de los rumbos, siempre heterodoxos, que siguió su disidencia, respecto de cuestiones como la guerra, la educación, la cultura o la política en las que Pasolini, alejado del gregarismo que caracterizaba —y caracteriza— a otros reales o sedicentes pensadores de la izquierda, mostró una feroz independencia de criterio. La recuperación de los ensayos ha coincidido con la de un guion perdido durante años, Nebulosa (Gallo Nero), que continuaba el ciclo iniciado por Chicos del arroyo y Una vida violenta sobre la juventud marginal, en este caso milanesa, de los cincuenta, los teddy boys —rebeldes sin causa, por entonces no domesticados— a los que Pasolini atribuía un “desprecio nada crítico” por la moral imperante, “y por lo tanto anárquico, improductivo, patológico”, pero con los que de algún modo también simpatizaba. De un orden más íntimo es la transgresión que reflejan las dos nouvelles póstumas recogidas en Amado mío (Seix Barral), la nombrada en el título y Actos impuros, dos “idilios” o “elegías de la juventud” —así los definió Bertolucci— en los que Pasolini recreó sus primeras experiencias homoeróticas.
El excesivo predicamento puede actuar como un factor disuasorio, pero no es aconsejable saltarse a los autores inevitables o muy celebrados sólo porque hayan recibido los máximos honores. A Octavio Paz, por ejemplo, aunque puedan divertirnos las maldades que le dedicó Bolaño, hay que volver al margen de las efemérides. Publicadas por primera vez con ocasión del centenario de su nacimiento, las seis conferencias recogidas en Itinerario poético (Atalanta) fueron pronunciadas por Paz en el Colegio Nacional de México en 1975, en un momento, dice Alberto Ruy Sánchez, crucial de su vida creativa, caracterizada por sucesivas reinvenciones que el poeta asociaba al ritual azteca del fuego nuevo. El también ensayista, uno de los mayores del siglo XX en lengua española, habla de la evolución de su poesía en una serie de “lecturas retrospectivas” que contextualizan y revisan los hallazgos o las tentativas, incluidas las que acabaron en vía muerta, anticipando algunas de las ideas —sobre el erotismo o la falacia del progreso— de su última época. En la antología que preparó él mismo a finales de los ochenta —El fuego de cada día, reeditada por Seix Barral— podemos leer poemas de todos sus libros terminados y, a modo de colofón, el discurso de recepción del Nobel, donde Paz cuenta cómo descubrió que la búsqueda de la modernidad —o el concepto del presente, que es “perpetuo”— implicaba un descenso a los orígenes: “Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer”. Regreso al origen es, por cierto, el título de la hermosa fotografía de Inka Martí que ilustra la cubierta del Itinerario.
Se ha hablado mucho sobre la relación del ahora conmemorado Bioy Casares con su mujer, la también escritora Silvina Ocampo, que tal vez no sea ya el “secreto mejor guardado de las letras argentinas” pero cuyas obras, al menos en España, no han sido demasiado frecuentadas. En el prólogo a una Antología esencial (Emecé) que reunía cuentos y poemas, se refería Edgardo Cozarinsky a la “individualidad desafiante, inasimilable” de la autora, que por eso mismo no merece ser reducida a la categoría de apéndice o despachada con una cita de Borges. Para trazar su retrato de La hermana menor (Universidad Diego Portales), donde recorre una trayectoria famosamente excéntrica, Mariana Enríquez ha acudido a las fuentes —críticos, amigos, la clásica mucama indiscreta— o entrevistado a los contemporáneos que coinciden en señalar el perfil enigmático de Silvina y su afán de ocultamiento, acaso reforzado por la notoriedad de su hermana Victoria, la enérgica fundadora de Sur, pero fruto antes que nada —sostienen sus devotos— de una elección personal. La “nena terrible”, como la llamó Blas Matamoro, estuvo toda su vida obsesionada con la infancia, centro de buena parte de su literatura anómala, monstruosa, en la que Italo Calvino reconocía “una ferocidad que siempre tiene que ver con la inocencia”. Oportunamente reivindicativa, la semblanza de Enríquez no rehúye los escándalos o las habladurías —relaciones de Silvina con la madre de Bioy, con su propia sobrina, con Alejandra Pizarnik—, pero tampoco olvida la obra y resulta muy útil para entender una personalidad reservada y singularísima, tan seductora como vulnerable.