Música es la memoria
Donde estuve
Fernando Delgado
Vandalia. Fundación José Manuel Lara
116 páginas | 11, 90 euros
Una geografía humana rediviva y reinterpretada a la luz sin veladuras del tiempo asumido, atlas íntimo vuelto ya tatuaje del alma, mapa enterrado en las islas del tesoro de la memoria y aflorado por el conjuro del verso. Esto nos regala el poeta, novelista, periodista, Fernando Delgado (Santa Cruz de Tenerife, 1947) en este Donde estuve. Un libro hondo, intenso. Libro descarnado, aunque en sus páginas la carne festeje su gozo, reclame sin prejuicios la libertad que tanto y tantos le han negado y muestre sin pudor su desnudez más plena: la que la viste y desviste en palabra poética.
Y, justamente, un poema cuyo núcleo generador es la palabra misma abre con acierto el volumen, es como un atrio que invita a reflexión, a no nombrar en vano antes de atravesar las cuatro estancias que conforman Donde estuve, un libro que es un lugar habitable en el que el lenguaje es la casa del ser. Estamos invitados a recorrer una biografía selectiva desde lo que en verdad puede sustentarla: la emoción. La emoción que, igual que una pietà, sostiene en sus brazos la vida y la conciencia. Pero una pietà ni dolida ni dolorosa, sí cómplice con el vuelo de los días y sus alas rotas. Fernando Delgado no oculta el carácter confesional de este sincero libro sobrevolado por pájaros simbólicos y reales como el enjaulado por el niño, pájaros que ya desplegaron las alas en su anterior poemario y que en algún momento parecen traer en el pico la bella canción de Amancio Prada: “Tengo en el pecho una jaula, / en la jaula dentro un pájaro, / el pájaro lleva dentro del pecho / un niño cantando / en una jaula / lo que yo canto”.
Memoria encendida y hasta incendiada es este libro en el que la música es luz contra la sombra, plenitud que llena el vacío, tal sucede en “Regalo de Verdi”, poema que así concluye: “Jamás pensé que un réquiem / me trajera a la muerte / el dulzor de la vida / y que fuera una fiesta oír un Kyrie / resonando en las bóvedas / del panteón que habito, / tan desvelado para siempre, / libre ya de pedir perdón por nada”. Pero si algo transita Donde estuve y se enfrenta a la muerte, a las muertes, es la sensualidad, el sexo y en él, la imaginación, como en el poema sobre −sin nombrarla− la masturbación. La imaginación −y no olvidemos que es facultad del alma− que proporciona todas las posesiones, que pone al alcance cualquier conquista y tiende un quimérico puente para cruzar la fractura entre realidad y deseo.
Con gozo, más que con melancolía, se evoca lo perdido, lo soñado. Con gratitud y complacencia, más que con nostalgia, resucita el tacto fugitivo. Hermoso es el poema “Desvelo único” sobre el amor no consumado y que se aparece más intensamente abrazador, abarcador, porque quedó inconcluso y sus puntos suspensivos nos persiguen, se vuelven guijarros blancos de un camino no pisado que aguarda aún ser recorrido. Hondo, denso, es “Amor propio”, una de las composiciones −Viena como fondo−más desoladas y conmovedoras del conjunto. Como emocionante es el recuerdo a las horas pasadas en Velintonia, en la casa de Aleixandre, ya pasto de las sombras, eco de las voces de los amigos, Lorca, Hernández…, lejano eco de los ladridos de todos los perros Sirios. Y conmovedor en su impotencia y su denuncia “Asesinato en Ostia”, dedicado a Pasolini. Son sólo algunos de los muchos y varios ejemplos posibles, Donde estuve no agota su registro en lo que este espacio permite, compruébelo el lector atravesando, contra el olvido, el espejo moral de esta confesión de vida.