El pensamiento literario
Cómo aprendí a leer
Agnès Desarthe
Trad. Laura Salas Rodríguez
Periférica
168 páginas | 16, 50 euros
En 2006 Nicolás Sarkozy declara que le parece absurdo el estudio de La princesa de Clèves en las escuelas de Administración: algunos individuos salen a la calle con una chapita de protesta y Régis Sauder rueda el documental Nous, princesses de Clèves. Una repulsa así parece verosímil en Francia del mismo modo que un libro como el de Agnès Desarthe sólo es posible en un contexto donde el desarrollo de las destrezas de lectura y escritura, y el trabajo con los textos literarios adquieren en los planes de estudio un protagonismo que empapa otras áreas de conocimiento. En Francia se ha hecho mucha buena poesía a partir de la reflexión sobre la lectura desde un punto de vista intrínseco −si es que esto es posible−, así como sociológico, discursivo e ideológico.
En este caldo de cultivo −la lectura importa como acto fundamental para la construcción de la identidad, del sentido crítico y la socialización del ser humano− aparece Cómo aprendí a leer que no es novela ni ensayo, pero acaba siendo las dos cosas. La resistencia a leer de una niña deriva hacia el pensamiento literario de una traductora que ama su profesión. El texto, narrado en clave autobiográfica y como una novela de aprendizaje, se transforma en una elocución casi académica donde Desarthe describe su tránsito de larva a mariposa lectora. En The Puttermesser Papers de Cynthia Ozick las consonantes de la palabra Paradise constituyen un acrónimo de los diferentes estadios de la traducción y la aprehensión del significado −P´shat, sentido evidente; Remez, sentido alusivo; Drosh, sentido inducido; Sod, significado secreto−: este es el punto de inflexión para que Desarthe comprenda que el autoritarismo de los clásicos de la literatura, que le obligaban a leer en la escuela, debería sustituirse por una literatura que consiste en “distraer un momento al lector del desastre humano”. Para Desarthe, esa afirmación de Singer nos salva del dogmatismo, paternalismo y egocentrismo de los grandes autores. El libro se entiende “como hito, como etapa”.
Discrepo de la aproximación a la lectura de Desarthe que, desde una supuesta pureza, desde una hipotética posibilidad de aprehensión de lo universal, asume el discurso exegético del judaísmo como práctica desideologizada. El componente religioso empapa de sectarismo la interpretación: lo curioso es que este sectarismo no se quiere ver. Desarthe se construye contra los grandes popes de los años sesenta sin percatarse de la imposibilidad de obviar el componente ideológico inmanente a los textos de Ozick y Singer: el asunto resulta particularmente chocante en una escritora tan crítica con la hegemonía de la mirada masculina o de la mirada centralista de la literatura francesa frente a lo marcado femenino y lo periférico, marginal o extranjero que define sus propios orígenes. Pese a mi discrepancia, me encantaría discutir con Desarthe: el libro es ágil, divertido, culto y muestra un incuestionable amor por esa literatura francesa que forma parte de nuestra educación sentimental: Rosseau, Balzac, Mauriac, Flaubert, Prévert, Villon, Mallarmé, Morand, Camus, Breton, Duras… Esta enumeración caótica se adereza con nombres anglosajones como Salinger o Faulkner. Cómo aprendí a leer es un texto que, además de tratar la lectura como construcción de la identidad, nos hace reflexionar sobre la situación de la cultura y las enseñanzas literarias en nuestro país, y nos lleva a percibir una diferencia nada halagadora.