Una existencia póstuma
El espectacular rescate de las novelas y los ensayos de Stefan Zweig en los cuidados volúmenes de Acantilado —cuyo editor, el fallecido Jaume Vallcorba, tradujo al catalán Veinticuatro horas en la vida de una mujer— ha propiciado el interés por la contradictoria figura del escritor vienés, abordada por autores como Jean-Jacques Lafaye, Oliver Matuschek o Laurent Seksik en libros, disponibles en castellano, que hablan de una atracción sostenida y no limitada a la obra. Incluso podemos leer una reciente adaptación al cómic, basada en la biografía novelada de Seksik, donde se recrean las postrimerías de Zweig y su segunda esposa, Lotte, junto a la que se suicidó en febrero de 1942. A ellos se suma El último exilio (Ariel) de George Prochnik, que trata de los años del destierro —Londres, Bath, Nueva York, Petrópolis— y vuelve a preguntarse por las razones que llevaron a Zweig a quitarse la vida, más allá de la incurable nostalgia por el “mundo de ayer” que evocó en su espléndida autobiografía. Hijo de un judío austriaco que como Zweig pudo escapar de los nazis, Prochnik se siente emocionalmente implicado a la hora de interpretar el desarraigo del escritor, pero no oculta sus perfiles menos favorecedores —lo llama, por ejemplo, “abyecto cobarde ante los estragos de la vejez”—; dirige su atención a la mujer, casi treinta años más joven, que lo acompañó en su último viaje y, en definitiva, ayuda a entender mejor una personalidad con claroscuros, más digna de admiración por sus ideales —el humanismo pacifista, la hermandad europea— que por su coraje a la hora de arrostrar las dificultades. Hacia el final, doblemente exiliado en el espacio y en el tiempo, Zweig sentía, escribe su biógrafo con palabras de Keats, que llevaba una “existencia póstuma”.
Animada por el futuro Nobel sueco Knut Hamsun, la australiana Mary Chavelita Dunne —de ascendientes irlandeses y galeses— inició una exitosa carrera literaria con el seudónimo de George Egerton, sorprendiendo a los contemporáneos por la modernidad de su técnica impresionista y por el modo en que caracterizaba a las mujeres como seres independientes, desde una perspectiva intimista —“horriblemente introspectiva”, señaló un crítico de la época— que se alejaba de los paradigmas moralizantes y reclamaba la autonomía del segundo sexo. De Dunne/Egerton se habían traducido sólo cuentos aislados en antologías, de ahí la importancia del volumen de Cátedra, editado por María Luisa Venegas, que ofrece sus dos primeros libros completos: Tónicas (1893) y Disonancias (1894), acompañados de una esclarecedora introducción donde Venegas explica el contexto —naturalismo, decadentismo, literatura de la Nueva Mujer— en el que aparecieron los relatos, cuya primera entrega, en particular, causó un tremendo impacto por su manera desinhibida de tratar del erotismo y la sexualidad femenina. Reivindicada en las últimas décadas, Egerton recibió ataques desde los sectores conservadores o puritanos e inspiró a autores como Thomas Hardy, D.H. Lawrence o Katherine Mansfield, pero su aportación no se limita al retrato de mujeres fuertes y vitalistas, como lo fue ella misma, extendiéndose al uso de procedimientos —el monólogo interior, el fluir de la conciencia de Woolf o Joyce— que remiten al fin de siglo y a la vez anticipan la renovación del modernismo.
Conocido sobre todo por su novela Nosotros, que adelantó las distopías de Aldous Huxley y George Orwell, el ruso Yevgueni Zamiatin había experimentado los rigores de la represión zarista, apoyó la Revolución con entusiasmo y sufrió el acoso que los bolcheviques, una vez en el poder, reservaron a los disidentes. En el drama histórico Los fuegos de Santo Domingo (Berenice), publicado en 1922 y localizado en la Sevilla del siglo XVI, el bravo escritor e ingeniero, ya enfrentado a los nuevos inquisidores, sugirió un claro paralelismo entre la persecución del brote erasmista por las autoridades del Santo Oficio —cristianos contra cristianos— y la deriva totalitaria del Estado soviético, de acuerdo con un discurso, expuesto con osadía en el Prefacio, que contrapone la juventud de las ideas —“heroica, rebelde, maravillosa”— a la vejez que sobreviene cuando vencen, se anquilosan y se transforman en dogmas intocables. Los editores ofrecen en apéndice dos artículos de Zamiatin —en uno de ellos, Tengo miedo, afirmaba que “la auténtica literatura sólo puede existir allí donde la hacen no ejecutivos y leales funcionarios, sino imprudentes, ermitaños, heréticos, visionarios, sediciosos, escépticos”— y la valerosa carta que le envió a Stalin una década más tarde, en 1931, donde denunciaba el hostigamiento sistemático de los censores y “el servilismo literario, el vasallaje y la hipocresía” de quienes lo habían silenciado o excluido como a un verdadero diablo. Es cierto que contaba con el apoyo del influyente Gorki, pero pese a ello cuesta entender que el tirano, en un raro arranque de magnanimidad, lo dejara salir de Rusia.