¿Franquistas eminentes?
La biografía podría convertirse en una herramienta de regeneración civil. No es un desafío menor ni fácil ni neutro, pero en él radica la auténtica función social del género
Parece consensuado que la partida de nacimiento de la biografía moderna es el prefacio que Lytton Strachey antepuso a los retratos que en 1918 reunió en Victorianos eminentes. Antes de su publicación, Strachey era un tipo poco conocido, pero en sus círculos de amistad —el Grupo de Bloomsbury— aquel volteriano estrafalario brillaba desde su juventud. Los bloomsburyanos cultivarían a conciencia una cierta automitificación: en su madurez se reunirían dos o tres veces al año para dar forma a su autorretrato grupal. Seguro que las anécdotas salpicaban sus cenas, pero lo más substancial era el compromiso que habían adquirido de leer un par de textos donde se diese cuenta de la red que habían construido. En septiembre de 1938 John Maynard Keynes redactó “Mis primeras creencias”. Concebido para ser leído en aquel foro, su tirador de memoria había sido un recuerdo anterior: el texto en el que el novelista David Garnett rememoraba su amistad con D.H. Lawrence, autor de la polémica El amante de Lady Chatterley.Keynes arranca reconstruyendo la única velada que pasó con Lawrence durante sus años en Cambridge. Aquel día eran tres: Lawrence, Keynes y Bertrand Russell, anfitrión en el Nevile’s Court del Trinity College. Fue una reunión estéril, al parecer de Keynes, porque Lawrence estaba a las antípodas de la moral que se respiraba en la ciudad universitaria. Y es el recuerdo de esa reunión fallida lo que lleva a Keynes a reflexionar sobre esa moral que él y sus amigos hicieron suya por entonces. Y ese recuerdo le lleva a hablar de su maestro G.E. Moore y de Principia Ethica. Moore y aquel libro, sostiene, dieron forma a su manera de concebir la vida:
Cuando las costuras del statu quo se desfibran por culpa de una corrupción generalizada, la biografía debería adquirir centralidad en el debate intelectual por su capacidad de convertirse en nutriente de una sociedad democrática adulta“Fuimos de los últimos utópicos, o melioristas como se les llama a veces, que creen en un progreso moral continuado en virtud del cual la raza humana la integra ya gente fiable, racional y decente, influenciada por la verdad y los valores objetivos, que puede ser liberada de las constricciones exteriores de la convención y los valores tradicionales y las reglas inflexibles de conducta […] Como observó con justicia Lawrence y solía afirmar con no menos justicia Ludwig, carecíamos de reverencia por nada ni por nadie. No se nos ocurría respetar el extraordinario logro de nuestros predecesores al organizar la vida (así lo considero ahora) o la complicada estructura que habían diseñado para proteger ese orden”.Creo que la interiorización de aquella moral alternativa —una fe compartida en camaradería— es el motor moral que posibilitó, por ejemplo, la redacción de un libro tan iconoclasta como Victorianos eminentes. Desconectado de valores tradicionales y sin sentir la constricción de la convención conductual, Strachey, tras documentarse para escribir los retratos, pudo cuestionar el orden social que les había precedido: la sociedad victoriana. “A través de la biografía, he querido presentar ante los ojos del lector moderno algunas estampas de la Época Victoriana”, advierte en el Prefacio, “mi intención ha sido ilustrar antes que explicar”.
De lo que se trataba, en el fondo, era de denunciar sin condenar la doble moral sobre la que se había construido una sociedad que se había mirado complacida en el espejo proclamando su propia rectitud. Para desmontar aquella impostura, Strachey se atrevió a imaginar la dimensión no sólo privada sino también íntima de cuatro sujetos que consideró paradigmáticos de aquella época. Usó la psicología para adentrarse en las fosas del carácter de “un hombre de Iglesia, una autoridad en asuntos educativos, una mujer de acción y un aventurero” y, al contemplarlos desde dentro, le pareció vislumbrar el lado oscuro de unas gentes y su tiempo. Pocos ejemplos son tan reveladores como un pasaje de la biografía de la “mujer de acción” Florence Nightingale, pionera de la enfermería. Strachey la imagina caminando tranquila por las salas de un hospital y establece una diferencia entre quien la mira de forma descuidada y quien la contempla con “ojo atento”. El espectador inocente la habría caracterizado como “el ejemplo de una dama perfecta”. Analizada con más atención, podía descubrir claroscuros: bajo el aspecto de serenidad latía “un temperamento terrible y severo, algo perverso, algo burlón”. No era una operación inocente. Es una demostración concreta de lo que André Maurois —gran biógrafo de aquel tiempo— defendió: “quiérase o no, la biografía es un género literario que roza más que cualquier otro con la moral”. Aceptar ese desafío es lo que caracterizó la revolución de Strachey y las bases de dicha revolución era el cambio de paradigma ético que Strachey o Virginia Woolf amasaron en Bloomsbury.
El valor del biógrafo es su atrevimiento para descubrirnos, gracias a la sólida información reunida y analizada, que el rey, como en la fábula, aunque fuera vitoreado por sus súbditos, la realidad es que o iba desnudo o poco le faltaba¿Hasta qué punto recordar ese proceso de hace un siglo podría sernos útil para plantear los posibles retos que podría afrontar el género de la biografía? Mi sensación es que, hoy y aquí, en relación a nuestro pasado reciente, nos encontramos en una situación equiparable a aquella en la que Strachey y los suyos accedieron a su primera madurez. Ellos, al contemplar la época de plenitud de sus predecesores, descubrían que los antiguos cimientos morales, en apariencia ejemplares, habían estado siempre carcomidos por una corrupción ética que les era necesario, impetuoso, descubrir y desvelar para poder construir su propio porvenir. El victorianismo, para ellos, era una losa falsificadora de la que debían librarse. Puede que fuesen injustos. Puede que lo fueran porque los jóvenes lo son casi por definición, por necesidad, por mandato biológico. Puede que aquella sensación fuese una manifestación de la necesidad freudiana de matar al padre para consolidar su personalidad. Pero lo cierto es que, como les ocurrió a nuestros modernistas en relación con el período de la Restauración en los años de entresiglos, percibían la herencia recibida como un cuerpo corroído y muerto.La biografía, al revelar la impostura de aquel tiempo, podía convertirse en una herramienta de regeneración civil. Y es en ese sentido, cuando las costuras del statu quo español se desfibran por culpa de una corrupción desoladoramente generalizada, que la biografía, por primera vez, debería adquirir una centralidad en el debate intelectual por su capacidad de convertirse en nutriente de una sociedad democrática adulta (uno de nuestros déficits, de nuestras peores taras). No es un desafío menor ni fácil ni neutro, pero esa podría ser la auténtica función social de la biografía. No la revancha ni el ajusticiamiento con palabras sino el afán de comprensión de lo complejo y lo ambiguo y, por tanto, la detección de la inmoralidad que parece inherente al ejercicio del poder (en la política, claro, pero también en el campo cultural, profesional o académico). Se trataría, pienso, de revisar los actos y las conductas de las grandes figuras sobre las que se sustenta el relato institucional sobre el pasado inmediato que la Transición, probablemente por necesidad consensual, hizo hegemónico. De allí venimos y allí hemos de volver para saber por qué hemos llegado hasta aquí.
Se trataría de poder leer más biografías, por ejemplo, como la segunda edición del Suárez de Gregorio Morán o el Francisco Umbral de Anna Caballé. Porque el valor del biógrafo es su atrevimiento para descubrirnos, gracias a la sólida información reunida y analizada, que el rey, como en la fábula, aunque fuera vitoreado por sus súbditos, la realidad es que o iba desnudo o poco le faltaba. Se trataría de poder leer un gran libro que, desnudando a figuras claves, podría titularse Franquistas eminentes. Se trataría de perforar la caja negra del consenso.