Almas desamparadas
La soledad de los perdidos
Luis Mateo Díez
Alfaguara
584 páginas | 18, 50 euros
Afirma Luis Mateo Díez que la literatura es una escritura, lo que algún ingenuo —y muchos de sus colegas actuales— bien podrían tomar por una verdad de perogrullo y malgastar la gran verdad que se esconde detrás de esas palabras. Sí, la literatura es una escritura y bien podrá comprobarlo quien se asome a la última novela del leonés, La soledad de los perdidos, y transite por esa forma asombrosa de escribir que caracteriza a Díez desde hace muchos años y que, cual enfermedad degenerativa, ha ido agravándose con el paso del tiempo. Nadie escribe como Luis Mateo Díez en La soledad de los perdidos. Pero, por encima de esa circunstancia innegable, yo diría que la literatura de quien un día escribiera La fuente de la edad, Camino de perdición, Fantasmas del invierno, La gloria de los niños y la trilogía El reino de Celama entre otras muchas obras, es un viajero que va buscando destino, que atraviesa territorios, ciudades, universos con la esperanza de poder quedarse en alguno. Pero no hay mundos gratos; la vida es difícil en todos sitios.
Balma, la Ciudad de Sombra, hecha de niebla y de oscuridad, no es el lugar más acogedor del mundo. Ni el tiempo —la pos-contienda, los años de piedra que siguieron a la Guerra Civil— ni el lugar son los más gratos, pero el lector tendrá la sensación de que era inevitable que Luis Mateo Díez nos llevara allí en esta ocasión. Viaja su obra aunque atraviese paisajes detenidos, prisioneros y tenía que llegar a Balma. El territorio donde un día llega para esconderse Ambrosio Leda, maestro que huye de Doza cuando le incoan un expediente de depuración. La escena de esa fuga, la despedida de Lila, su hija de siete años, será sin duda el pasaje preferido por muchos de toda la novela. Sin embargo, a pesar de toda su fuerza y belleza, quince años y quinientas cincuenta páginas después, el encuentro del padre y de la hija en la estación de Balma alcanza una intensidad y simbolismo difíciles de superar. Y es que, con las correrías nocturnas de Ambrosio por esta ciudad más onírica que ninguna, más expresionista que ninguna, más esperpéntica que ninguna, el autor leonés alcanza el colmo del simbolismo. A medida que se depura la escritura de Luis Mateo Díez, que se torna más ascética y perfecta, depurada hasta la obsesión, las historias que nos cuenta participan de esa misma irrealidad. No hay un argumento claro en La soledad de los perdidos, pero al lector se le antojará una metáfora inquietante de estos tiempos de desolación que nos ha tocado vivir. En Balma se vive de noche porque quienes la habitan son almas desamparadas que en la oscuridad encuentran refugio, vidas sonámbulas que a la luz del día no podrían soportar su vacuidad, la nada que las sustenta. Decenas de personajes inolvidables, voces anónimas que parecen ecos de Celama, el reino de los muertos, una noche interminable que amanecerá con el extravío definitivo del destino de Ambrosio Leda.
Dejó una familia en Doza: el afán de esconderse, de diluirse en la nada, el miedo a la vida —como en tantas obras de Luis Mateo— , le hicieron abandonar lo único que tenía. El que huye vivirá la noche de Balma junto con todos los descarriados que pueblan la fantasía del escritor, pero ignorará el sufrimiento de aquellos a los que abandonó, de la mujer que murió de dolor, de la hija que se hizo mayor buscándole hasta debajo de la cama. Y en ese olvido extraviará su destino.
Novela de una belleza casi dolorosa, obra de un autor que hace mucho parece haber decidido seguir el impulso de su instinto creador sin importarle modas ni tendencias. Casi, parecería si no conociéramos su producción literaria, novela testamentaria. Veremos a qué nuevos lugares nos lleva este apasionante viaje.