Los nuevos terroríficos
Terror y fantástica. Indiscutiblemente, el auge experimentado por el género de terror entre las más recientes generaciones de narradores españoles se debe a un éxito paralelo en los ámbitos del fantástico y la ciencia ficción. Es común que muchos de los autores de los que hablaremos a continuación hayan estrenado sus armas en la fantasía heroica, la space opera o el thriller sin más, y que haya sido sólo después de aclimatarse a las estructuras propias de estas marcas cuando hayan dado el brinco a ese peldaño mayor de especialización que supone la literatura de terror. Por tanto, estos escritores no son propiamente terroristas, o no de modo exclusivo: sus ficciones fluctúan entre la creación de mundos paralelos, el relato de aventuras, la anécdota macabra, la fábula cibernética, la profecía apocalíptica. Si algo les caracteriza es la absoluta despreocupación por los límites de la tipología y los escenarios característicos.
«Sus ficciones fluctúan entre la creación de mundos paralelos, el relato de aventuras, la anécdota macabra, la fábula cibernética, la profecía apocalíptica. Si algo les caracteriza es la absoluta despreocupación por los límites de la tipología y los escenarios»Tres trazas. Haciendo un esfuerzo de condensación, podríamos identificar al menos tres rasgos identitarios en los nuevos narradores de terror españoles. Salvo excepciones poco significativas la gran mayoría de ellos pertenecen al grupo de los nacidos en la década de los setenta, lo cual permite detectar un conjunto inequívoco de influencias culturales y formativas comunes. Los tres rasgos a los que aludo son: 1. Los inicios. Todos, o casi todos, han llegado a la literatura de modo lateral, sin especialización previa: sus escuelas han sido los fanzines, la autopublicación o las páginas de internet. En asuntos de lenguaje, esto conduce a la consecuencia clara de un estilo próximo a lo coloquial, de alta velocidad, sin reparar en metáforas o mayor aparato retórico que el que exige el desarrollo de los acontecimientos. 2. Los influjos. Las fuentes principales de las que beben sus tramas tienden a ser más de procedencia televisiva o cinematográfica que propiamente literaria, a la que habría que sumar los videojuegos o el rol. Este es el motivo de que muchas de sus obras puedan leerse como apéndices, revisiones o parodias de los grandes hitos del terror audiovisual del pasado siglo: vampiros, hombres lobo, psycokillers y, sobre todo, zombis, cantidad de zombis. 3. Los canales. Los conductos de los que este tipo de autores acostumbran a servirse para hacer llegar sus creaciones al público coinciden sólo en parte con los habituales de otro tipo de literatura. El fandom (fanatic kingdom: devotos del género) se comunica viralmente a través de editoriales especializadas con escasísima tirada, antologías, encuentros y congresos, foros de internet, asociaciones, premios. Por eso, absolutas estrellas del terror nacional, como Emilio Bueso, siguen viviendo prácticamente en el anonimato para el lector medio aunque cuentan con la lealtad y la devoción de sus seguidores y que ya querrían muchos candidatos al Premio Cervantes.
Dos precursores. Conviene resaltar la presencia en nuestras letras de dos clásicos del terror a los que a menudo no se hace la justicia necesaria y que, de algún modo, proyectan su sombra sobre las filas de los recién llegados. José María Latorre (1945) ha ejercido la crítica cinematográfica y la narrativa juvenil antes de ofrecer personales visiones de la novela gótica de toda la vida, la del castillo, las cadenas y el sudario. La noche de Cagliostro (2006) o En la ciudad de los muertos (2011) parecen exhumados del fondo de viejos celuloides de los estudios Hammer. Y a Pilar Pedraza (1951) puede y debe calificársela sencillamente como la más importante autora de terror viva que tenemos en España. Dotada de una obra que trasciende las fronteras de los géneros y en la que conviven lo fantástico, lo estrambótico, lo tenebroso y lo filosófico, Pedraza no ha cesado de admirar a sus partidarios con sus recreaciones de figuras históricas (Hipatia en La perra de Alejandría, 2003) o de los más venerables mitos de la tradición macabra (el vampiro en La fase del rubí, 1987; el licántropo en El síndrome de Ambrás, 2008). Ambos autores forman parte de la nómina incluida en la antología que seguramente supone el mejor acercamiento que puede realizar el curioso a la literatura presente de terror en castellano: Aquelarre (2010). Su índice aporta un elenco de nombres en los que por razones de espacio no tenemos posibilidad de detenernos pero de los que queremos dejar constancia: Alfredo Álamo, Matías Candeira, Alberto López Aroca, Ángel Olgoso, Santiago Eximeno, Norberto Luis Romero, David Torres y más.
«Salvo excepciones poco significativas la gran mayoría de ellos pertenecen al grupo de los nacidos en la década de los setenta, lo cual permite detectar un conjunto inequívoco de influencias culturales y formativas comunes»Personalizando. Es de justicia detenerse en autores que han cobrado mayor relevancia por lo inusitado de sus propuestas. De entre la ingente cascada que ofrecen los catálogos de los editores, mencionaremos al catalán Marc Pastor (1977), que aunque no escribe en castellano sí tiene una presencia notoria en el cerco cultural del terror en España. Su aportación más relevante al género, El año de la plaga (2010), recurre a la psicología y revisita un argumento caro al cine de los cincuenta, el de la invasión de los ladrones de cuerpos. También es oportuno acordarse de Carlos Sisí (1971), adalid de una de las modas que mayor furor han causado entre los escritores de esta vertiente en nuestro país, la novela de zombis. Sisí es responsable de la saga de muertos vivientes más exitosa de los últimos tiempos, Los caminantes (de 2009 en adelante), que ha alcanzado ya su cuarto volumen y cuenta incluso con cómic propio. Se nos describe en ella una invasión de cadáveres escenificada en la Costa del Sol malagueña, con la consiguiente lucha por la supervivencia de un puñado de ciudadanos sencillos que tienen que dejar de serlo.
Lo mejor, para el final. Reservo el último párrafo para las dos grandes figuras del terrorismo actual, que el lector virgen debe visitar por fuerza si quiere dejar verdaderamente atrás tan lamentable condición. En primer lugar, el navarro Ismael Martínez Biurrun (1972). Escritor exquisito, preocupado por la descripción de ambientes y la atmósfera anímica de sus personajes, Biurrun emprende en Mujer abrazada a un cuervo (2010) un experimento de gótico contemporáneo, mediante la puesta al día del viejo rechazo a la peste que asoló en su día el corazón de Europa. En El escondite de Grisha (2011) plantea una metáfora sobre la orfandad a través del regreso de dos personajes antagónicos al escenario desolado de Chernóbil. Y en su más reciente Un minuto antes de la oscuridad (2014), juega con la traslación entre géneros para presentarnos un retrato entre dramático y disparatado de los miedos de más raigambre en el hombre contemporáneo. Biurrun es sin duda un autor que habría podido desenvolverse con idéntica solvencia en cualquier otro campo, pero que ha elegido el terror por convicción estética. No ha de decirse lo mismo del castellonense Emilio Bueso (1974), el nervio constitutivo de cuya obra se encuentra en la incomodidad, el pavor y el asco del individuo ante la sociedad de nuestro tiempo. El título estrella de Bueso, Cenital (2012), describe un futuro caníbal causado por el agotamiento de los combustibles fósiles en nuestro planeta. Bueso había tanteado su suerte ya con la compañía de los fantasmas en Noche cerrada (2007), y con la de los vampiros en Diástole (2012), a los que aportó un estilo coloquial procedente del realismo sucio y la gran mayoría de virtudes y defectos de la literatura de fanzines, donde se curtió durante años. Narrador particularmente potente y carente de complejos, su última aportación es una revisión de los mitos de Lovecraft en Extraños Eones.