Ficticio novelista verdadero
Personaje de varias novelas de Marías, el “profesor Rico” evalúa las implicaciones teóricas y las consecuencias prácticas de su conversión en criatura literaria
En el antepenúltimo capítulo del Quijote, Álvaro Tarfe declara y firma ante alcalde y escribano que no hay el menor parecido, “en ninguna manera”, entre el apócrifo don Quijote que había conocido y el don Quijote auténtico que acaba de conocer. Ana Gavín y Mercurio por un lado y por otro Paul Ingendaay, en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, me invitan ahora a declarar si el profesor Rico que se pasea por varias novelas de Javier Marías se identifica con el filólogo e historiador conocido mayormente por su edición crítica del Quijote y por sus estudios sobre el Petrarca latino, o si en alguna manera se asemeja al correlato Francisco Rico de carne y hueso.En breve y por sus pasos. Defiende bizarramente J. M. que la prosa de ficción perdura y la de no ficción se olvida. En vano le he argüido, por ejemplo, que las fábulas milesias tan populares en los días de Plutarco se han perdido por entero, mientras Plutarco sigue siempre ahí. Como sea, en Negra espalda del tiempo, J. M. reproduce, parcialmente, una conversación entre él y yo, en la cual se ofrecía, a cambio de una minucia, a inmortalizarme haciéndome salir en lo que acabó siendo Todas las almas. Al observarle que no sería ello una novedad, pues ya se me entreveía en alguna novela ajena, objetó con razón que la por mí aludida nada tenía de sólido y que la suya contaba “con más posibilidades de permanecer”. (Ninguno mentó el título de la avellanedesca novela en cuestión, aunque en rigor podía elegirse cuando menos entre una de la vanguardia crítica y otras dos un tanto académicas; pero el caso es que ambos estábamos pensando en obras distintas…)
Sobre la fidelidad de la figura literaria a su prototipo real último, es notorio que todos los grandes perfiles positivos están claramente inspirados en mí, incluso si se presentan con un retintín irónico y aun con ribetes de caricaturaDi el trato por bueno y entretenido, y en Todas las almas J. M. asignó a un cierto profesor Del Diestro algunos datos que creyó propios de un servidor. Un par de años después quiso repetir la oferta y la operación para Corazón tan blanco. No me negué en absoluto, pero se me ocurrió sacarle una punta mínima al asunto partiendo de un punto estrictamente teórico, que a J. M. le expliqué con un ejemplo cristalino: en una ficción situada en el Madrid contemporáneo, ¿qué se gana postulando que por “Museo del Pasto” se entienda el Museo del Prado y ubicándolo además en el Paseo de Recoletos? O, en paralelo, ¿cuál es el sentido de atribuirle a un personaje ficticio (e irrelevante) rasgos que lleven a identificarlo con un individuo real? ¿No parece más eficaz presentar directamente al tal individuo? O ¿de qué sirve disfrazar como profesor Villalobos a quien debe reconocerse como el profesor Rico? ¿Por qué no cortar por lo sano?
En la práctica (volveré sobre la teoría), J. M. se hizo cargo de mi planteamiento y desde entonces el profesor Rico (sic) hace acto de presencia, más o menos episódica, en Tu rostro mañana, Los enamoramientos, Así empieza lo malo. ¿Con qué alcance, pues? Con el de una simple broma, un juego acordado entre buenos amigos y para unos cuantos conocidos. Al decir de no pocos lectores, el cometido que se le asigna cuando su intervención no es meramente nominal viene a ser el que en otra tradición española corresponde a la figura del donaire, a menudo con la función de desdramatizar o aliviar la agobiante densidad del relato, marcándole más de una vez un grato cambio de dirección.
Sobre la fidelidad de esa figura literaria a su prototipo real último (o sea, menda) la modestia me impide dar detalles. En general, es notorio que todos los grandes perfiles positivos, los aspectos que la hacen atractiva, ocurrente, perspicaz y en definitiva impar (salvo en la impertinencia mal copiada de don Juan Benet), están claramente inspirados en mí, incluso si se presentan con un retintín irónico y aun con ribetes de caricatura. Por el contrario, hay un no desdeñable número de caídas de lenguaje o de estilo y algún reverso adverso que pertenecen obviamente a la fantasía exclusiva del escritor.
A la hora de echar cuentas, el balance resulta favorable a mis efectos (de nuevo por modestia, no entro en los de J. M.). Las fabulaciones mariescas me han convertido a veces en conversation piece con repercusiones fructuosas, me han puesto en contacto con gentes de interés y por ahí han aumentado el círculo de mis amistades y relaciones placenteras (en especial, femeninas). Puedo darme con un canto en los dientes y darle gracias al autor.
En la práctica, repito, o en términos anecdóticos o de simple chisme, eso viene a ser todo. Otra cosa es la teoría. Al respecto, las posiciones de J. M. y mías se esbozan en Negra espalda del tiempo y en otras páginas de uno o de otro que desembocan en nuestros respectivos discursos del 27 de abril del 2008 en una academia madrileña. Aquí basta evocar el abecé de la cuestión.
Las fabulaciones mariescas me han convertido en ‘conversation piece’ con repercusiones fructuosas, me han puesto en contacto con gentes de interés y por ahí han aumentado mis amistades y relaciones placenteras (en especial, femeninas)Nadie con dos dedos de frente incurrirá en el disparate de confundir a J. M. con el narrador de Tu rostro mañana, Los enamoramientos o Así empieza lo malo, cuando ese papel recae obviamente en Jacobo Deza, María Dolz o el mozalbete De Vere, sujetos con nombres y fisonomías distintivas. A nadie tampoco se le escapará que tales narradores son, pues, personajes de ficción, por más que quien habla por su boca en la realidad empírica es el avispado J. M. Pero en la medida en que éste tiene que envolverse en la piel de aquéllos resulta que el autor histórico es en gran parte un J. M. ficticio. Tan ficticio como el profesor Rico de los libros de marras.
Son las generales de la ley, que se agigantan en el caso de J. M. Sostiene Marías que puesto que toda realidad es inabarcable, por infinitamente compleja, sólo el novelista puede contarla por entero, porque por entero existe solo en el lenguaje que la cuenta. Pero, desde ahí, J. M. da un salto descomunal y pretende atraer toda la realidad al orden de lo ficticio, para someterla así a su caprichosa tiranía (y, como ficción, construirse a sí mismo con las dimensiones del deseo).
Los adictos a J. M. saben que en textos y actuaciones de variado calibre se ha esforzado por materializar el mundo de sus ficciones (como en la consolidación de la corona de Redonda) o en subrayar que personajes suyos (como los libreros Alabaster) han acabado queriendo ser imitados por los seres reales (los Stone de Oxford) que los habían sugerido. En esa línea debe leerse la afirmación que no pestañea en hacer en un artículo de 1998: “El profesor Rico está en mis manos”. Oscura e inmoderada ambición, acaso propia de todo ficticio novelista verdadero.