Recuerdos de un fantasma
Hay muchos libros valiosos dedicados a ciudades, pero sólo los mejores son capaces de ir más allá de la descripción para apresar el alma o el genio del lugar, que si hablamos de las grandes capitales no es tarea al alcance de cualquiera. Una de las fórmulas posibles es captarlas, desde la subjetividad, a través de lo infinitamente pequeño. Publicado en 1939 y disponible ahora en una edición de Errata Naturae, El peatón de París de Léon-Paul Fargue es uno de esos libros que cabe calificar de tesoros, a la vez un retrato memorable de la ville lumière y una suerte de elegía —“recuerdos de un fantasma”— en la que su autor deja correr la añoranza del tiempo perdido. Entre Proust y Balzac, como sugiere el prologuista Andrés Trapiello, Fargue toma del primero la bien modulada nostalgia y fija su mirada, como el segundo, en una “comedia humana” donde se alternan los nombres de los escritores prestigiosos —lo más granado de la época, del simbolismo a las vanguardias— y los de toda una constelación de personajes desconocidos que reflejan, en mayor medida que los otros, el pulso cotidiano de la ciudad o su esencia más genuina. Poeta además de flâneur —el volumen incluye un libro anterior de prosas líricas, Según París, hasta cierto punto un ensayo preliminar de su obra maestra—, Fargue no rehúye los escenarios consabidos, pero está claro que lo que más le interesa es esa populosa humanidad a la que se acerca, voraz y felizmente, sin prejuicios de ninguna clase. Su inventario rebosa vitalismo, gusto por el detalle —¡viva la bagatela!— y algo de melancolía, no en vano se autodefine como “viaje sentimental y pintoresco por un París que ya no existe”.
Cronistas maravillosamente intemporales como Camba o Pla siempre han tenido fieles, pero al hilo del rescate del hoy venerado Chaves Nogales —a quien durante décadas había que buscar en las librerías de lance— los editores se han decidido a recuperar las obras de otros reporteros del primer tercio del siglo como Gaziel o Xammar, agrupados por Xavier Pericay, en su ensayo sobre el joven Pla, bajo la etiqueta de “viejo periodismo”. Ahora le toca el turno a Augusto Assía, seudónimo de Felipe Fernández Armesto, de quien Asteoride ha publicado las estupendas crónicas enviadas desde Londres durante la Segunda Guerra Mundial, reunidas en dos títulos —Cuando yunque, yunque (1946) y Cuando martillo, martillo (1947)— que resumen muy gráficamente las etapas de la contienda desde la perspectiva de los aliados, en particular de los británicos que lideraron casi en solitario la batalla contra el nazismo durante la fase crítica en la que la invasión de las Islas parecía inminente. Anglófilo declarado, como lo describe Ignacio Peyró en la atinada semblanza que abre la recopilación, el corresponsal gallego de La Vanguardia evolucionó desde una inicial militancia comunista hasta posiciones conservadoras que lo llevarían a apoyar a los militares sublevados durante la Guerra Civil, pero al igual que otros afectos al gobierno de Burgos —el mismo Pla, los catalanes de Destino— nunca simpatizó con el totalitarismo. De hecho había sido expulsado de Alemania tras enfrentarse a Goebbels y tuvo problemas con los partidarios del Eje por su apoyo indisimulado a la causa aliada, para la que pudo ejercer labores de espionaje. Como afirma el propio Assía, las crónicas aquí recogidas combinan “los temas de la guerra con los civiles, la resistencia con la lucha, la vida y la muerte”, desde un profundo conocimiento de la peculiaridad inglesa que parte de la admiración y traslada a los lectores, incluso en los peores momentos, la confianza en la victoria.
Todas las obras narrativas sobre el Holocausto —no las que se han acercado a la tragedia a partir de las fuentes documentales, sino las que fueron escritas por los escasos supervivientes de los campos, que en su gran mayoría eran entonces jóvenes o adolescentes— carecen de retórica, pues el testimonio directo del horror es o se diría incompatible con el patetismo y menos aún con la truculencia. Tanto la famosa trilogía de Primo Levi como las Crónicas del mundo oscuro de Paul Steinberg —que compartió cautiverio con el anterior— o Sin destino del Nobel Imre Kertész, tienen en común esa visión fría y desapegada, por ello mismo conmovedora. Es también el caso de una obra menos conocida, Sin flores ni coronas (1948) de la francesa Odette Elina, que ha sido reeditada por Periférica coincidiendo con el reciente aniversario de la liberación de Auschwitz. Lirismo y barbarie, como afirma en el epílogo Sylvie Jedynak, conviven en un testimonio casi minimalista que ejemplifica, en su seca y perturbadora desnudez, el grado cero de la escritura. “En los confines de Polonia hay un infierno / cuyo nombre silba una horrible canción”, dice la cita de Aragon que encabeza la memoria de Elina, doblemente condenada como résistant y judía. Sus acordes sobrios, entrecortados, lancinantes, se caracterizan por una extraña belleza que hiere pero alumbra y ofrece, con toda su desolación, mucho más que mera literatura.