El derviche de Marrakech
Los dispositivos de ficción de la novelística de Goytisolo serán siempre el mejor sustento para las aventuras más excéntricas y singulares del espíritu, el pensamiento o la creación
Hay una promesa de ebriedad
más allá de la apariencia efímera.
J. G.
Goytisolo nació en Barcelona en 1931, cinco años antes del estallido de la Guerra Civil que lo dejaría huérfano de madre. Renació en París, en los años cincuenta, y en Tánger, en los sesenta, guiado por su compañera, la escritora Monique Lange, su maestro Jean Genet, que le enseñaría cómo la literatura puede transgredir límites morales y transformarse en delincuencia, y, sobre todo, por los incontables amantes magrebíes con quienes practicaba el gay saber en vaporosos hammams, cines de barrio, estaciones de metro y hoteles de paso. Finalmente, el misterioso viajero occidental J. G., un doble enmascarado del autor, murió en Sarajevo a mediados de los años noventa, víctima de un bombardeo como su madre, según cuenta en El sitio de los sitios, y resucitó con las “señas de identidad” de un derviche sufí llamado “Ben Sidí Abú Al Fadaíl” (alias el Defecador), un santo varón de impúdicas costumbres que merodea hasta el atardecer por la bulliciosa plaza de Jemaa el Fna de Marrakech en busca de historias y sensaciones insólitas y luego se recoge en la intimidad de su morada para entregarse, solo o en compañía de otros, al conocimiento carnal, la devoción inconfesable y el éxtasis de la lucidez.
A lo largo de su vida, Juan Goytisolo ha sido capaz de transmigrar de cuerpo en cuerpo, de identidad en identidad, de ciudad en ciudad, de lengua en lengua, de cultura en cultura, sin perder un ápice de vigor y originalidad. Como realista social, en los años cincuenta, se ensañó con la identidad burguesa que le pertenecía por nacimiento y educación, con novelas primerizas hoy recuperadas en sus Obras [In]completas. Como antirrealista, en los años sesenta y setenta, ajustó las cuentas a la siniestra España del franquismo al tiempo que reajustaba sus cuentas con el realismo ingenuo de la década anterior, exponía el negativo fotográfico del compromiso con este, ponía en hora su reloj estético y reorientaba a la vez su brújula ética. De todo ello, serían excelentes muestras tanto Señas de identidad como Reivindicación del conde don Julián, dos (anti)novelas que revolucionaron el rumbo de la narrativa española de entonces.
No contento con esto, dio con Juan sin Tierra otro salto fuera de toda norma en pos de una nueva piel verbal y cultural. Como indica su título, Goytisolo escribe un libro que obliga a la España tardofranquista a despertar del largo sueño de décadas y contemplarse con vergüenza, como la madrastra del cuento de hadas, en el espejo de un mundo cambiante y mestizo, un mundo plural en el que nuestro país habría de reconocer las huellas de otros pasados posibles antes de concebir un futuro pensable de libertad y tolerancia.
A lo largo de su vida, Juan Goytisolo ha sido capaz de transmigrar de cuerpo en cuerpo, de identidad en identidad, de ciudad en ciudad, de lengua en lengua, de cultura en cultura, sin perder un ápice de vigor y originalidadPrecisamente, a esos otros pasados posibles de un proyecto de España siempre truncado a lo largo de su historia ha dedicado Goytisolo innumerables ensayos y artículos, elaborando su “árbol de la literatura”, donde los nombres ninguneados o marginados, mal entendidos o santificados bajo una etiqueta castradora volvían a vibrar renovados por sus lecturas de “crítico-creador o creador-crítico”. Muchos pudimos descubrir así el espíritu libérrimo que se ocultaba tras las máscaras académicas prefabricadas de La Celestina, El Quijote o La lozana andaluza, la vena grotesca de Quevedo y la erudición perversa de Góngora, la mística erógena de Juan de la Cruz o la carnalidad exuberante del Arcipreste de Hita, la astucia narrativa de María de Zayas y la picaresca más ladina, la inteligencia ilustrada de Larra y La Regenta de “Clarín”, el exiliado y olvidado Blanco White, el destino amargo e irónico de Cernuda, las teorías castizas de Américo Castro y la sátira popular del Cancionero de burlas, por no hablar de la exploración de las fuentes ocultas (mudéjares y judías) de la literatura española, el mundo islámico, los gitanos o el pensamiento de Azaña.Y es que la literatura española, comience donde comience, termina con Juan Goytisolo, que es, como decía Borges de Quevedo, toda una literatura. Y esta es otra de las cualidades fascinantes de su obra: situarse al mismo tiempo dentro y fuera de dicha literatura, como comentario creativo y ficción teórica, plantada con firmeza en la periferia y en el centro de una tradición literaria entendida como disidencia respecto de sí misma, anomalía cultural a contracorriente de las tendencias dominantes o los lenguajes hegemónicos. Viviendo en la frontera entre Oriente y Occidente, la literatura de Goytisolo se sitúa al final de una tradición y la consuma, integrando en ella todo lo que esta parecía haber excluido de su seno para definirse conforme a los criterios restrictivos del poder en ejercicio. Así lo confirma una vez más la excepcional Carajicomedia: una reescritura carnavalesca de la historia, la lengua y la literatura españolas en clave de irreverencia, marginalidad y heterodoxia.
Pero otro Juan Goytisolo escribía además esas “autobiografías imaginarias” (Coto vedado y En los reinos de taifa) que juegan al juego de contarlo todo de una vida (o partes de esa vida) mientras ponen en cuestión la posibilidad misma de la autobiografía, esto es, de que un sujeto llamado “Juan Goytisolo” pueda contar la verdad de otro sujeto llamado “Juan Goytisolo” sin incurrir en fabulaciones o mixtificaciones (“Del yo al yo / la distancia es inmensa”, reflexiona en un poema de Astrolabio). Mientras, no cesaba de reinventar formas novelescas que emparentaran con sus autores afines y renovaran el género en su diálogo múltiple con el lector y con la nueva situación global, redefiniendo las posibilidades de la ficción narrativa a partir de la relectura borgiana de las “magias parciales” de Cervantes en un mundo histórico enteramente transfigurado por la tecnología del capitalismo tardío. Las novelas más innovadoras de este período terminal (Paisajes después de la batalla, La saga de los Marx, El sitio de los sitios) se concebirían conforme al precepto estético nietzscheano de que no existe “otro método que el juego para abordar los grandes problemas”.
En este sentido, resulta sorprendente comprobar cómo una visión intelectual de la situación contemporánea nutrida con los planteamientos críticos más intransigentes y polémicos, como la de Goytisolo, puede todavía traducirse en la radical singularidad de su apuesta narrativa, donde se restituye a la literatura el poder de “cambiar” el mundo, aunque sólo sea en los límites simbólicos de su alcance, es decir, cambiando las mentalidades, interviniendo en las representaciones y disolviendo los estereotipos. Poniendo en juego, en suma, los artificios del discurso narrativo a fin de oponerse a las lacras del presente no sólo con la inteligencia sino también con la imaginación y el humor.
Todo esto para concluir que los dispositivos de ficción de la novelística de Goytisolo, como los de Borges en los que se inspira parcialmente, serán siempre el mejor sustento para las aventuras más excéntricas y singulares del espíritu, el pensamiento o la creación. Y suponen, pues, una inteligente lección de heterodoxia.