El placer es nuestro, caballeros
Traducida al castellano más de medio siglo después de su publicación original, en 1960, Las chicas de campo (Errata Naturae) de Edna O’Brien ha supuesto para los lectores españoles el descubrimiento de una de las grandes autoras contemporáneas en lengua inglesa, asociada a la lucha de la mujer por conquistar espacios de autonomía. Recibida con escándalo entre sus compatriotas irlandeses —no digamos en su propio pueblo, donde el párroco llegó a quemar en público varios ejemplares—, la ópera prima de O’Brien contaba las evoluciones de dos amigas, Caithleen y Baba, provenientes del medio rural —magistralmente descrito en la novela, con su belleza y sus servidumbres— que buscan en la gran ciudad, Dublín, la vida libre con la que han soñado desde adolescentes, huyendo de una atmósfera opresiva marcada por la sumisión y los tabúes religiosos, no muy distinta de la que se respiraba entre nosotros por los mismos años. Como se encargaron de mostrar las dos entregas en las que O’Brien continuó la historia, que pueden leerse de forma independiente y han sido igualmente traducidas, La chica de ojos verdes (1962) y Chicas felizmente casadas (1964), esa búsqueda —ya en Londres, en la tercera parte de la trilogía— no siempre tiene un desenlace feliz, pero los desengaños o la pérdida de la inocencia son el precio —lo vale— a pagar en el camino. Leídas hoy, las novelas, frescas, delicadas, encantadoras, no tienen el poder disolvente que les atribuyeron timoratos e inquisidores, pero siguen cautivando por su mezcla de naturalidad e inteligencia. Parafraseando el famoso lema feminista, las chicas de O’Brien podrían decir: el placer es nuestro, caballeros.
El mito de los exiliados rusos que se ganaban la vida en París ejerciendo de taxistas tiene un correlato real en la figura del escritor y periodista Gaito Gazdánov, silenciado durante décadas en la URSS y recuperado en las últimas décadas como uno de los nombres imprescindibles de la llamada “generación desapercibida”, formada por los autores que eligieron el destierro en la primera de las oleadas migratorias pero iniciaron su carrera, como Nabókov, una vez fuera de Rusia. Podemos ahora leer su primera novela, Una noche con Claire (1929), disponible en Nevsky Prospects con prólogo de Patricio Pron, otra en la que recreó su largo desempeño como conductor a sueldo —Caminos nocturnos (Sajalín)— y una tercera, quizá la más celebrada, que ya apareció en Caralt al poco de su publicación (en un periódico ruso de Nueva York) y ha sido recuperada en una nueva traducción por Acantilado, El espectro de Aleksandr Wolf (1947). Todas ellas reflejan la obsesión por el pasado y tienen el mundo del exilio como melancólico referente, pero esta última se sirve de sus temas habituales para plantear una asombrosa intriga detectivesca de corte existencial o casi metafísico que parte de un episodio bélico —el propio Gazdánov combatió como joven voluntario del Ejército Blanco, años después se uniría a las filas de la resistencia francesa— y va envolviendo al lector en una trama tan sutil como perturbadora, construida con reflexiones sobre el azar, la culpa, el destino o la muerte.
La reciente publicación de un folleto de Erri de Luca —La palabra contraria (Seix Barral)— donde el autor napolitano explica su oposición a la construcción de un túnel para la línea de alta velocidad Turín-Lyon, que a su paso por los Alpes italianos, a la altura del valle de Susa, perforaría montañas repletas de amianto, así como los motivos por los que ha sido procesado por “incitación a la violencia”, después de haber sostenido en una entrevista que las obras debían ser saboteadas con cizallas —“muy útiles para cortar las verjas”—, remite a las desopilantes aventuras de La banda de la tenaza (Berenice), impagable cuarteto creado por otro escritor de estirpe libertaria, el estadounidense Edward Abbey. Dice De Luca que fue la lectura del Homenaje a Cataluña de Orwell la que lo llevó, ya de niño, al anarquismo, pero la tradición de Abbey, no por casualidad llamado el “Thoreau del Oeste americano”, es la que remite en el país de los pioneros a los padres de la desobediencia civil. Frente a la luminosa gravedad del autor de Walden, sin embargo, Abbey recurrió al imaginario de la contracultura —las aventuras de su banda (Monkey Wrench Gang) fueron ilustradas por Robert Crumb— y es el tono corrosivo, pero bienhumorado, que caracteriza las peripecias de los antihéroes del “eco-sabotaje”, lo que hace que podamos leerlas sin sentir que nos sermonea un hippie triste, que también los hay. Volviendo a De Luca, lo mejor de su bien argumentada opción contestataria es que no abusa de los grandes ideales, siempre sospechosos, pues son los objetivos concretos y realizables —de las utopías redentoras estamos más que escarmentados— los que invitan a la movilización permanente.