Dios, la poesía taurina y el diablo
La alta poesía taurina de cualquier época interesa a los lectores porque es alta poesía, de ahí el hecho de que pueda disfrutarse al margen de que el lector sea o no un aficionado
Los adjetivos son el elemento de la gramática que siempre carga el diablo. Belcebú es, indudablemente, una criatura adjetival. Cuando pretende sembrar la discordia entre los pobres humanos, no pone ante sus ojos tentaciones de toda especie, como piensan los creyentes más ingenuos, sino que les reparte un puñado de adjetivos y los invita a usarlos. Toma, siervo gramático, adjetiva —dice a quien quiere perder. Y el pobre y desprevenido humano (que tiene muy olvidadas las lecciones de Lengua Española que recibió en la escuela) adjetiva y adjetiva. Y, claro está, se pierde.La divinidad, por el contrario, cuando habla —aunque habla poco, nada más que ante problemas capitales, para resolver las grandes dudas y quebrantos de los hijos de Eva— siempre prefiere los sustantivos. En ocasiones, para subrayar algún asunto, también recurre a los verbos, e incluso a alguna preposición (incluidas “cabe” y “so”, porque para la divinidad y su omnipotente competencia filológica nada cae en desuso). Ahora bien, lo normal es que la divinidad emplee sustantivos: los más sonoros, los más transparentes, los más ilustradores. La divinidad dice cosas como “pájaro”, “ortodoncia”, “virilidad”, “serendipia” (porque la divinidad está al tanto de las nuevas incorporaciones de la RAE, institución benemérita de la que es miembro honorífico permanente).
La literatura y los toros constituyen realidades de extrema trascendencia. De ahí que la divinidad se haya ocupado de ellas con hondura a lo largo de la historia. Ahí tenéis la poesía (decía la divinidad durante la Creación). Ahí tenéis la novela (añadía). Ahí tenéis el toro, y el capote, y a un tal Pedro Romero, a ver qué sois capaces de hacer con todos esos ingredientes (porque, en el sumo empleo del español que la divinidad hace, no hay diferencia esencial entre los sustantivos comunes y propios). Pero el diablo, que nunca duerme, estaba atento, y entonces dejó sobre la mesilla de noche su libro de cabecera (Syntactic structures, de Noam Chomsky), y cocinó para la humanidad un pastel de chocolate, nata, pistachos y adjetivos, y lo mandó a la tierra en un servicio de mensajería urgente. Los hombres, animales golosos donde los haya, se atracaron con el pastel demoníaco, y luego fueron repartiendo calificativos durante la sobremesa: los esparcieron por todos los rincones de la tierra. En España, en donde hablamos el español, lengua románica del grupo ibérico, cayó mucha de esta repostería adjetival, porque el ciudadano español es religioso, comilón y confiado por naturaleza, a diferencia de otros pueblos atestados de ateos e individuos poco amigos de lo sensual. Así fue como nació —desde el punto de vista científico— la poesía taurina, entre otras variedades de la poesía universal.
Desde entonces, cuando hablamos de poesía taurina, asoman los cuernos en el adjetivo “taurina”: los cuernos del diablo, cargados de azufre y de perdición literaria. Desde entonces, cada vez que Luzbel quiere confundir a un incauto, le susurra al oído que escriba poesía “taurina”, desoyendo la sensata voz de la divinidad, que aconseja con su autorizada voz erudita escribir poesía sin más preocupaciones.
Cada vez que Luzbel quiere confundir a un incauto, le susurra al oído que escriba poesía “taurina”, desoyendo la sensata voz de la divinidad, que aconseja con su autorizada voz erudita escribir poesía sin más preocupacionesDesde el origen —como si dijésemos— la poesía taurina padece esa duda teológica: escuchar a Dios o escuchar al diablo. Fijarse en lo único que importa a la hora de hablar de literatura (la poesía), o revestirse con los oropeles satánicos de lo taurino sin trascender dicho ámbito.La alta poesía taurina de cualquier época interesa a los lectores, porque es alta poesía, y de ahí el hecho de que en cualquier época futura podrá leerse, al margen de que el lector sea o no un espectador taurino.
Tengo la impresión de que el universo de los toros ha tentado tanto a los poetas (aficionados o no, conocedores o no, taurinos en ejercicio o no), por su esencia trágica. La muerte, en la plaza, es un elemento accesorio, por central que pueda parecer. El objetivo de la lidia no es nunca matar un toro. Hay mil maneras de hacerlo. El objetivo de la lidia es acomodar las características de un toro para matarlo conforme a unas reglas (las suertes), cuyo cumplimiento facilita la aparición, en la plaza, de la emoción estética. Sin el objetivo de la emoción estética (el arte) los toros no son nada. La muerte, tan significante, no significa en los toros más que el telón de fondo contra el que se destacan las figuras de la lidia. Ahora bien, siempre está presente, siempre se persona. El telón acaba bajando. Por eso existe la esencia trágica de lo taurino (algo que no tiene, por ejemplo, el fútbol: existen casos trágicos de individuos, de clubes, pero las suertes del fútbol, sus reglas, no resultan dramáticas).
El lenguaje taurino representa uno de los lenguajes específicos más ingeniosos, brillantes, ricos y coloristas de la lengua española. De ahí su peligro radical a la hora de escribir poemas. Cuando Lucifer quiere arruinar una página de poesía o prosa taurinas, la llena de berrendos, y amoruchados, y cascaburros, y escachifollares, y raspipardos. A un poeta que aspire a escribir buena poesía taurina habría que prohibirle consultar el Cossío, y más aún utilizar el lenguaje que aprenda en él. Los folklorismos son un asunto que gusta, sobre todo, a los folkloristas (unos señores, por lo común, a quienes lo que más gusta de la música es el color del pintaúñas que usaba la muchacha que tocaba el violín).
He defendido por escrito muchas veces la figura del espectador taurino. O mejor dicho, he defendido la idealización del buen espectador taurino como ejemplo de lo que me gustaría que fuese siempre un espectador del universo de los toros, o un espectador a secas. He defendido al “espectador ilustrado”: a aquel que conoce la tradición de lo que ama, que investiga, que ahonda en el conocimiento del arte, que ha resultado seducido por los toros (y sin el cual lo taurino sería poca cosa). Pero sé que esa idealización se trata de una hipérbole, una de tantas a las que somos tan aficionados los aficionados. La verdad es que los espectadores taurinos ilustrados son pocos, al menos los ilustrados que lleven su ilustración hasta el extremo de convertirse en buenos lectores de poesía. En mis delirios, sueño con una plaza llena de filósofos, quienes, después de la corrida, pasan el resto de la tarde y la noche en amenísima charla socrática acerca de la gran faena que acaban de presenciar, aunque tal vez eso sería un aburrimiento de plaza.
La poesía es ese género literario que no interesa a nadie (salvo a los poetas), hasta el momento en que parece interesar a todo el mundo, porque resulta un desdoro no mostrarse interesado en algo de inconcreto prestigio mitológico. La poesía taurina es algo que no interesa a nadie (incluidos la mayor parte de los poetas y un enorme número de espectadores taurinos), hasta el momento en que parece interesar a todo el mundo, porque en las mañanas de Feria, junto a una copita de fino y unas aceitunas, acompaña muy bien algún eco levemente lorquiano.
Bastantes poemas taurinos forman parte de la mejor poesía española de todos los tiempos, esa que los lectores de poesía leen para conocer la realidad un poco mejor, para conocerse ellos mismos, en la realidad, un poco mejor, para sentir la conmoción extraña que se produce al encontrar unas cuantas palabras verdaderas combinadas de un modo mágico. Esa es la única poesía taurina que interesa: la poesía interesante.
Hay un dicho taurino, referente a la suerte de entrar a matar, que parece una prescripción literaria: “A quien no hace la cruz se lo lleva el diablo”. Quien no cruza bien la muleta, por delante del morrillo del toro, con la espada, resulta cogido por el demonio del animal. Seguro que lo acuñó un buen espectador, un buen lector, un buen poeta. Al escritor que no mira la cruz (el sustantivo de la poesía, lo sustantivo de la poesía) y se distrae con el adjetivo de lo taurino, se lo llevan todos los diablos, camino del infierno de la literatura.