Escenarios de leyenda
Al igual que los aeropuertos y las estaciones de tren, los hoteles tienen algo de “no lugares”: son espacios de paso, paradas en el camino, sitios de tránsito, a veces con su propia mitología
Hace años viví durante dos meses en un hotel. A pesar de que no era un establecimiento de lujo, recuerdo la experiencia como una bendición: aquellas sábanas misteriosamente remetidas, las toallas limpias y esponjosas que aparecían cada día en el cuarto de baño, el orden que reinaba en mi cuarto a pesar de abandonarlo hecho una leonera… Podría vivir en un hotel el resto de mis días y ser completamente feliz, con la despreocupación de no tener que comprar leche ni café para el desayuno, segura de que siempre habrá jabón en el lavabo y un bolígrafo junto al teléfono para tomar notas…A los escritores nos gustan los hoteles. Tienen —igual que los aeropuertos y las estaciones de tren— algo de “no lugares”: son espacios de paso, paradas en el camino, sitios de tránsito. He dedicado parte de mi experiencia viajera a conocer hoteles míticos. Lo bueno de los establecimientos hoteleros es que uno puede ser parte de su decorado sin alojarse allí: basta con buscar un taburete en el bar, una mesa en el restaurante, y hasta un sillón en su hall: pasé una de las horas más interesantes de mi vida en el vestíbulo de un hotel de lujo de Shangai, donde me instalé en busca de la misericordia del aire acondicionado en un mediodía de calor. Pude ver a una prostituta discutiendo a gritos con un cliente con la intermediación del director del hotel, a un hombre de negocios árabe con cinco esposas charlatanas, a una mujer empeñada en alojarse con tres perros sólo un poco más grandes que la enorme pamela que llevaba, a un anciano caballero oriental imperturbablemente vestido de invierno en la canícula del verano chino y a una madre con una caterva de chiquillos alborotadores que parecían una burla a la política de hijo único y a los que llamó al orden con un grito tan certero que cortó el aire como un cuchillo e hizo enmudecer a todos los clientes.
El mundo está lleno de hoteles fascinantes, a pesar de que a veces son superados por su propia leyenda: el mítico Pera Palace de Estambul, donde se alojaba Agatha Christie, ha perdido buena parte de su encanto, y es difícil encontrar en él la sombra de tiempos más felices. En cambio, el Sacher de Viena está exactamente igual que hace un siglo, y las camareras llevan el mismo uniforme con delantal blanco que hace que una visita a su café en busca de la célebre tarta de chocolate y mermelada sea un viaje en la máquina del tiempo.
No hace falta pedir una habitación para convertirse en cliente: un almuerzo en el restaurante, un café, una copa, son suficiente salvoconducto para sentirse parte del paisaje de esos hoteles que caminan de la mano del mitoSoy una rendida admiradora de los hoteles como espacios literarios. Cuando viajo, intento encontrar en la ciudad algún hotel con su propia leyenda, y si no puedo alojarme allí —cosa que ocurre la mayoría de las veces, porque los hoteles con historia también son hoteles muy caros— intento al menos visitarlo. Hace mucho tiempo, el veterano director de un establecimiento de lujo me recordó que no hace falta pedir una habitación para convertirse en cliente: un almuerzo en el restaurante, un café, una copa, son suficiente salvoconducto para sentirse parte del paisaje de esos hoteles que caminan de la mano del mito. He tomado el té en el Savoy de Londres —cuando hice la reserva me recordaron que las mujeres debían llevar falda— y una copa de Burdeos en el bar del Ritz de París intentando percibir el espíritu de Coco Chanel, que vivió allí durante años. Tomé café en el Danieli de Venecia mientras veía pasar por la recepción un desfile de ricos con riñonera, y cené en el restaurante panorámico del Hassler romano: a mis pies estaba la ciudad eterna mientras comía los mejores tagliolini de mi vida. Y, por supuesto, bebí un dry Martini —un cóctel que no me gusta— en el Algonquin de Nueva York. Dicen que es el hotel más literario del mundo, y seguramente es cierto. Durante años, su bar fue punto de encuentro de varias generaciones de escritores. Allí Dorothy Parker le pagaba ginebra helada a Truman Capote, quien también dejó su huella en el hotel Plaza, donde celebró su famoso Baile en Blanco y Negro, con vistas a Central Park y donde los cosmopolitan de su bar son deliciosos. En el Algonquin también Gertrude Stein hacía cábalas sobre el futuro, William Faulkner encontraba motivos para no dejar de beber y John dos Passos guiñaba el ojo a una chica rubia. Fascinado por el carácter del Algonquin, Sinclair Lewis intentó comprarlo, pero la operación no cuajó. Hay una leyenda que dice que si llegas al Algonquin y acreditas tu condición de escritor, te hacen una rebaja en el precio del alojamiento. Un día voy a probar. Otro hotel que conserva su esencia el mítico Raffles de Singapur, donde bebían sus gin-tonics Somerset Maugham o Rudyard Kipling mientras en el Palm Court tomaban el té las esposas de los ricos privilegiados que vivían en la ciudad caótica y fascinante. El Raffles sigue siendo epítome del lujo colonial, y los turistas avezados se visten a la europea para traspasar su hall fastuoso y pedir un singapore sling en el mismo bar donde antaño brindaban corresponsales de guerra, espías y millonarios.Si en algún sitio he buscado afanosamente las huellas de un escritor es en La Habana. La presencia de Hemingway está en todas partes —en bares, en restaurantes, en museos—, a veces incluso de forma tan exagerada que se cae en la mentira: no parece muy factible que el autor de Por quién doblan las campanas fuese cliente de una coctelería abierta en 1991, pero La Habana es una ciudad tan mágica que hasta eso cuela. Si alguien quiere encontrar el verdadero fantasma de Papa Hemingway, tiene que encaminarse al hotel Ambos Mundos, en el 153 de la calle Obispo. Hemingway vivió allí durante sus estancias en Cuba y hasta que compró la Finca Vigía. El Ambos Mundos es ahora un hotel anticuado y decadente, más bien incómodo, pero tiene poesía incluso en el nombre, una ubicación privilegiada en el corazón de La Habana Vieja y una terraza de ensueño abierta a las brisas del Caribe. Desde esa terraza presencié la primera tormenta tropical de mi vida: hacía un día radiante cuando un viento tropical trajo de golpe un ejército de nubes negras, y en cuestión de segundos se desbarrancó sobre nosotros un aguacero de apocalipsis. Los camareros, atribulados, desmontaron los veladores y nos ayudaron a ponernos a cubierto bajo un toldo, y allí estuvimos quince minutos memorables, mientras el cielo bramaba venganza y el mundo parecía próximo a acabarse. Luego, la tormenta se alejó tan rápido como había llegado, el sol volvió a lucir y regresamos a nuestras mesas con la sensación de haber vivido algo irreal. Un camarero nos trajo una nueva ronda de mojitos y nos aclaró, piadosamente, que la terraza del Ambos Mundos era de construcción reciente, y, en consecuencia, Hemingway nunca había estado allí. Su recuerdo había que buscarlo en el bar de madera, que conservaba la barra original de los años veinte, los ventiladores enormes y los taburetes despeluchados. Fui a intentar recuperar a don Ernesto entre el difuso olor a ron pegoteado, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas al escuchar “El breve espacio en que no estás” interpretado por un violinista prodigioso. En el bar había una mujer vestida de blanco con una orquídea de tela en el pelo oscuro, un camarero anciano, un hombre vestido de lino que se abanicaba con un panamá, un joven bebiendo solo con una expresión de desolación en los ojos inmensos. Había dos muchachas que reían en una esquina, un maître acompañando la música con la cabeza cana, tres turistas ruidosos fumando puros por primera vez en sus vidas. Con o sin Hemingway, habría sido un lugar perfecto para empezar una novela. Tal vez ahí estaba el secreto.