Un invento fantástico
Laboratorios mágicos o alambiques para la fermentación de ideas, los cafés fomentan la conspiración, la novelería, la edición y la sedición, las mutaciones históricas
Veía Jaime Gil de Biedma en los cafés una congregación de solitarios en potencia, en busca de bebida, compañía e incluso “una forma más refinada del acompañamiento: la de estar solo entre la gente”. Al café se va a hablar, aunque sea con uno mismo. Cafés y bares son ocasión de tratos intelectuales, comerciales y amorosos. Cavafis vislumbró a la entrada de un café la posibilidad de un encuentro erótico. En el Café de l’Univers, en Charleville, se citaban Verlaine y Rimbaud, amantes. Malcolm Lowry conoció en el Café Hollywood de Granada, en tiempos de la II República, a la que sería su mujer fugaz, Jan Gabrial, que en Bajo el volcán se convertiría en Yvonne Firmin. Alguna vez la cercanía del personal del local es suficiente: marino recién llegado a Ámsterdam con el barco maltrecho, Joseph Conrad descubre en el camarero de un café “el precioso aspecto de un amigo íntimo”.El veneciano Casanova recordaba la visita a un café romano de Via Condotti, el Greco, que acababa de abrir entonces, poco antes de 1770: entre insultos al Papa, risas, comentarios sobre los vicios de un cardenal, más risas, un soneto incendiario y una sátira contra el honor de una familia ilustre, aparece lo que Casanova juzga una mujer extraordinaria. No: es un famoso castrato vestido de cura, e inmediatamente se ofrece a Casanova para que compruebe por sí mismo si se equivocaba en su primera impresión. En el París del siglo XVIII los enciclopedistas charlaban, se calentaban y escribían en los cafés, y Diderot y Rousseau, veinteañeros por aquella época, compartieron en el de la Régence aspiraciones y un afecto que los años descompondrían.
Quizá tenga razón Pascale Cier cuando avisa de que “en los cafés han nacido todas las revoluciones del siglo XIX y del siglo XX, políticas, artísticas o literarias”: funcionan como “alambiques para la fermentación de ideas”, laboratorio mágico al que, no hace mucho, le prohibieron uno de sus ingredientes esenciales, el humo de tabaco. La primera novela de Benito Pérez Galdós, de 1870, lleva el nombre de un café, La Fontana de Oro, donde en el agitado Trienio Constitucional, entre 1820 y 1823, debatían las facciones liberales. En octubre de 1916, en Zúrich, en el Café de la Terrasse, jugaban al ajedrez Tristan Tzara, vanguardista estético, y V. I. Lenin, vanguardista político. Los cafés fomentan la conspiración, la novelería, la edición y la sedición, las mutaciones históricas.
“En el café se escribe mejor”, sentenciaba Ramón Gómez de la Serna. Creía que la conciencia se agudizaba a la luz de los cafés, vivo trasunto de las almas de todos los asiduos al local: “Cualquier café es un lugar admirable, la única asociación verdaderamente libre, igualitaria y limpia de dogmatismo y oligarquía”, escribió, en un café quizá y en un arranque de optimismo. Franz Kafka, cliente en Praga del Savoy y del Louvre, le pedía a un amigo por carta, desde un café, que imaginara una fiesta a la que la gente acude sin necesidad de ser invitada, en la que habla con todos sin conocer a nadie, consume a su gusto sin molestar, llega y se va cuando le de la gana, siempre bien recibida, disfrutando de la soledad sin renunciar a la compañía de otros seres humanos. “De una idea tan fantástica nacen los cafés”, concluía Kafka. El invento fue turco: a Pietro della Valle, joven noble romano, lo admiraron en Estambul, en 1615, ciertos locales donde se conversaba y razonaba agradablemente durante horas bebiendo algo llamado café, estimulante que hace fluir las ideas, fuente de pensamientos, don del arcángel Gabriel a Mahoma.
Al café se va a hablar, aunque sea con uno mismo. Cafés y bares son ocasión de tratos intelectuales, comerciales y amorosos. Alguna vez la cercanía del personal del local es suficiente, pero también ofrecen espacio para afinidades y rivalidadesParís era una fiesta empieza en un buen café de la Place Saint-Michel. Ernest Hemingway pide café con leche, saca una libreta y un lápiz y se pone a escribir un cuento que pasa en Michigan. Y como en París hacía frío, frío hizo en el cuento. “A eso se llama trasplantarse”, explica Hemingway. En el cuento el protagonista bebía una copa, así que a Hemingway le entró sed y pidió un ron de la Martinica, que le supo a gloria. Los cafés de París forman parte de la historia reciente de las literaturas europeas y americanas, del simbolismo al dadaísmo y el surrealismo, de la Generación perdida de Hemingway y Scott Fitzgerald al existencialismo, el estructuralismo y el final posmodernista de todos los ismos, del Café de Flore a Les Deux Magots, en Saint-Germain-des-Prés, donde, como dice la canción, “Iln’y a qu’aujourd’hui”, algo que podríamos traducir por “Solo existe el hoy”.Pío Baroja recordaba una conversación parisina “en el Café de Flora”, en 1939, sobre el sentido universal de la literatura y esas tertulias profesorales en las que si uno pregunta algo es porque sabe ya la verdad y no le interesa la respuesta. Baroja acababa de conocer a su interlocutor en una reunión de ese tipo. Humbert Humbert, el criminal de Lolita, de Vladimir Nabokov, confiesa al principio de sus memorias: “París me sentó de maravilla. Discutía sobre cine soviético, me sentaba en Les Deux Magots con uranistas, publicaba ensayos tortuosos en revistas oscuras”. Como los artistas de París por el Flore y Les Deux Magots, en Madrid han pasado por el Gijón y el Comercial las sucesivas generaciones de escritores españoles. Yo conocí en Granada el Suizo, o Gran Café Granada, donde la autoridad prudente era la poeta Elena Martín Vivaldi.
Valle-Inclán valoraba mucho la función de los cafés en el desarrollo del pensamiento literario, por encima de todas las academias. En Madrid, en el Café Nuevo de Levante, Rafael Cansinos Assens vio en acción a Valle, monarca de una tertulia en la que sentaba cátedra en los albores del siglo XX: “Allí no hablaba nadie más que él”. En el también madrileño Café Lion, de la calle de Alcalá, hoy perdido, confluyeron los poetas de la Generación del 27 y otros aliados españoles de futuristas, dadaístas y surrealistas. Los bajos del Lion eran Zum Lustigen Walfisch, La ballena alegre, donde los falangistas compusieron su himno. Al final de la guerra frecuentaban el local diplomáticos y espías de la Alemania de Hitler, y los intelectuales del Orden Nuevo franquista celebraban en 1939, dentro de La ballena, una tertulia de nombre gongorino, Ocio atento, sintagma que brilla en la tercera estrofa del Polifemo, quizá un homenaje a la deshecha Generación del 27.
Los cafés acogen afinidades y rivalidades. William Hogarth grabó en el siglo XVIII estampas de un café de su tiempo: fumadores, bebedores y peleas a medianoche. El propio Valle-Inclán perdió el brazo izquierdo de un bastonazo, discutiendo en el Café de la Montaña. Pero no mucho después Erik Satie, pianista, meditaba sobre la moral en este tipo de locales: “No creo que ir al café o a cualquier otro lugar por el estilo sea en sí mismo malo: confieso haber trabajado mucho en los cafés. Se produce un intercambio de ideas que no puede dejar de ser beneficioso, con la condición de que uno no se haga notar”.
La burla contra el ya viejo y deforme teatro barroco la localizó Leandro Fernández de Moratín precisamente en un café. En La comedia nueva, o El café, estrenada en 1792, discuten los enemigos y partidarios de El gran cerco de Viena, disparate insufrible, según los clientes ilustrados: “Del sitio de una ciudad hacen una comedia. […] Cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo”. Don Pedro, el sensato de la obra, dicta: “En un café jamás debe hablar en público el que sea prudente”. ¿Pues qué debe hacer? Tomar café.
Sigamos oyendo la música del gran Satie: “Jóvenes, no vayáis al café; escuchad la voz de uno que ha ido mucho a los cafés, y, el muy monstruo, no lo lamenta en absoluto”.