El relato de la identidad sensorial
El seductor
Jan Kjærstad
Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo
Nórdica
670 páginas | 27,00 euros
Jonas Wergeland, el seductor, siente una especie de rechazo físico, cuando ve su barrio desde la avioneta de su tío Lauriz porque la simplificación de la vista aérea diluye los detalles de la vida: un bichito sobre un azulejo o una mujer —concretamente la suya— asesinada que yace sobre la piel de un oso blanco. Wergeland no soporta “la exigencia de los noruegos de la gran sencillez con mayúscula”. Pese a todo, Jan Kjærstad dedica más de seiscientas páginas a acotar la norueguidad abordando asuntos como “la paranoia noruega contra la palabra forma”, el amor por el patinaje, la resistencia a ser el primero en opinar o el pavor a que el arte investigue… Más allá de esta divertida contradicción, Kjærstad subraya esa franja de normalidad del discurso estético de prestigio que se relaciona con la ambigüedad, la bruma y la indefinición de los límites. Esa corriente, que sigue estando estéticamente de moda y por la que se le podría imputar a Kjærstad una actitud acomodaticia, se plasma sin embargo en un libro monumental donde la imposibilidad de la acotación se traduce en cascadas de imágenes a partir de las que los lectores activamos toda nuestra inteligencia y sensibilidad.
Para exponer el conflicto de ser noruego, el autor recurre a la representación verbal de una representación visual. Una écfrasis televisiva en la que Wergeland es productor e ideólogo de un programa, Pensando en grande, en el que se esbozan retratos de noruegos célebres: Armauer Hanser, investigador de enfermedades infectocontagiosas; la actriz Liv Ullmann… La novedad del punto de vista, la experimentación técnica, el planteamiento formal logran desdecir los tópicos sobre esas celebridades que resumen la idiosincrasia de su país. Wergeland es un seductor de audiencias que ha forjado su carisma a costa de ser a su vez seducido por multitud de mujeres —más tótems que tabúes— que constituyen su fuente de aprendizaje erótico, moral y humano. La narración del sexo es fundamental: su hermana Rakel le familiariza didácticamente con el enrevesamiento papirofléxico de la genitalidad femenina y su tía Laura le cuenta los preciosos relatos sobre la princesa Li Lai en su búsqueda de una manera siempre mejor de ser amada. Pero el hecho de que los relatos sean trascendentales no implica que no lo sean las acciones. La imaginación y la realidad son las dos caras de la misma moneda en El seductor: la narración de las hazañas eróticas de Wergeland es especialmente espeluznante y sensorial —telúrica— cuando se acuesta con la mujer-cazadora que acaba de destripar un alce. El sexo adquiere un valor hermenéutico: Jonas presencia el coito entre sus progenitores y, lejos de experimentar repulsión o vergüenza, lo observa con orgullo. Eso sí es noruego de verdad.
El asesinato de la esposa de Wergeland funciona como acicate de lectura. Lo mismo sucede con el misterio que se trama en torno a la identidad del narrador, sobre a quién se dirige y los efectos que produce en quien le escucha. Así se dice en una conversación entre Wergeland y su amigo Axel: “Las historias que has oído son igual de importantes que los genes que has recibido”. Oír, escuchar, el énfasis en la oralidad tal vez proviene de que la insistencia en las narraciones no quiere ser libresca o letraherida, sino vital, cotidiana. Kjærstad ha escrito una admirable historia sobre el concepto de novela como artefacto, acerca de la imaginación como facultad que hace de cada uno de nosotros lo que somos, y cómo escuchar una historia nos cambia.