Los días de antaño
Tanto o más que sus criaturas, los elfos o los hobbits, los orcos o los trolls, el soñador de la Tierra Media se ha convertido en un personaje mítico de las letras inglesas, muy alejado de la imagen bohemia que suele asociarse a los autores venerados. Como creador, J.R.R. Tolkien logró un éxito formidable gracias a sus archiconocidas obras de fantasía, pero nunca abandonó la tarea filológica ni dejó de estar vinculado a la vida universitaria. Se sabía que había traducido Beowulf, el poema épico más antiguo, datado por los especialistas entre los siglos VIII y XI, de cuantos se escribieron y conservan —un solo ejemplar la ha transmitido— en cualquiera de los idiomas que sirvieron de vehículo a las literaturas germánicas medievales. El conocimiento de esa versión en prosa, sin embargo, tuvo que esperar hasta 2014, cuando el hijo del escritor y divulgador de su legado, Christopher Tolkien, dio a conocer la edición que entre nosotros ha publicado Minotauro. Tolkien terminó la traducción de Beowulf hacia 1926, meses después de tomar posesión de su plaza como profesor de anglosajón en Oxford, pero durante años impartió clases o conferencias sobre el poema en las que ampliaba sus puntos de vista sobre aspectos concretos, y esas notas posteriores han sido incorporadas como comentarios al volumen junto con otro trabajo hasta ahora inédito, Sellic Spell (“Un cuento maravilloso”), donde Tolkien intenta reconstruir “el relato anglosajón que se encuentra detrás del elemento de cuento de hadas en Beowulf”. Es claro que el estudioso de estos versos que celebran “la gloria de los reyes de los daneses […] en los días de antaño” tomó de ellos rasgos e ingredientes para caracterizar su universo de ficción, pero el Beowulf, como las otras gestas aurorales de la vieja Europa, tampoco necesita de reclamos ajenos a su condición de monumento.
La atractiva personalidad de la mujer de Vladimir Nabokov y el importantísimo papel que desempeñó no sólo como secretaria o agente, sino también como lectora y editora de la obra de su marido, eran bien conocidos por la extensa biografía que le dedicó Stacy Schiff, Véra. Señora de Nabokov (Alianza), donde se ponían de manifiesto los fuertes vínculos y la profunda complicidad que unió al matrimonio durante más de medio siglo, o asimismo por los dos volúmenes (Anagrama) de la monumental biografía que Brian Boyd consagró al autor de Lolita. Prologada y coeditada por el propio Boyd, junto con Olga Vorónina, la reciente recopilación de las Cartas a Véra (RBA) recorre una buena parte de la relación —aunque llega hasta la muerte del escritor en 1977, el epistolario se refiere sobre todo a los años anteriores al exilio americano y por lo tanto a su consagración como autor de éxito internacional— desde la perspectiva de Nabokov, que conoció a Véra Slónim en un baile de emigrados rusos en Berlín (mayo de 1923) y sólo unos meses después la llamaba, en la primera de las misivas aquí recogidas, “mi extraña alegría, mi tierna noche”. Incluso cuando emplea los habituales diminutivos cariñosos o habla de asuntos triviales como dolencias o pormenores domésticos, Nabokov se las arregla para ser brillante, lírico o bienhumorado, siempre inteligente y extremadamente cuidadoso a la hora de elegir las palabras. Boyd nos informa de que la destinataria destruyó sus propias cartas por pudor o por considerarlas intrascendentes, pero desmiente con rotundidad a quienes le han adjudicado, a partir de su entrega y de los muchos oficios que ejerció para Nabokov, un “carácter servil”. Antes al contrario, Véra, aunque propensa a la melancolía, era una mujer resuelta e “indómita” que iba no detrás, sino de la mano del novelista.
Si hace poco leíamos las impresionantes memorias de Nadiezdha Mandelstam, Contra toda esperanza, donde la doliente esposa y luego viuda del gran poeta acmeísta contaba las mil penalidades sufridas por ambos hasta la muerte del bravo Ósip en un campo de tránsito hacia Siberia, podemos ahora acceder a los no menos estremecedores Diarios de la Revolución de 1917 (también en Acantilado) de Marina Tsvietáieva, coetánea de una generación de poetas mártires —Gumiliev, Ajmátova— que fue perseguida con saña por el nuevo orden soviético. Nacidas del sufrimiento, estas páginas escritas durante los dos años siguientes a la toma del poder por los bolcheviques reflejan de una manera muy precisa, distanciada y por completo alejada de la política, cómo la entonces veinteañera, procedente de una familia acomodada y casada con un militar del Ejército Blanco que luego cambiaría de bando, vivió el hambre, la miseria y la desesperación —tras la muerte de una de sus dos hijas pequeñas en un orfanato— en medio de la violencia desatada, pero también dan cuenta de los amantes o de las lecturas con los que hacía frente a la soledad, pues Tsvietáieva tenía un temperamento de acero y fue su obstinado vitalismo, junto a la práctica sanadora de la escritura, lo que logró que se mantuviera en pie hasta que el suicidio, un cuarto de siglo después, se hizo inevitable.