El ‘Quijote’ de la Biblioteca Clásica
El editor de la obra cervantina comenta la nueva edición y explica los motivos por los que es razonable introducir enmiendas a un texto que ha sido asumido acríticamente
La Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, en colaboración con Espasa y el Círculo de Lectores, acaba de publicar la nueva edición del exhaustivo Quijote que desde 1998 he tenido la responsabilidad de dirigir por encargo del Instituto Cervantes. De los años noventa para acá, el objetivo básico no ha variado: ofrecer un Quijote que se preste por igual al placer de la lectura, a la curiosidad del aficionado y a las necesidades del estudio y de la investigación. Pero incluso a quien se limite a hojear los dos volúmenes recién impresos y cotejarlos con sus antecesores, le saltará a la vista un buen número de diferencias.Señalo una significativa, aunque en apariencia superficial: los ocho prólogos que en las ediciones anteriores encabezaban la obra no sólo son ahora diez, sino que han pasado al final del volumen del texto, en su caso reescritos o revisados de pies a cabeza. En el lugar que ellos ocupaban van ahora unas pocas páginas de introducción. La razón es sencilla: situados al principio, a no pocos se les antojaban una barrera disuasoria, como si se presupusiera que para acometer la novela hay que cargar previamente con todos los datos e interpretaciones de los tales prólogos. De hecho, éstos son más bien un complemento para quien, tras disfrutar con la lectura, se sienta espoleado a profundizarla. La breve presentación actual basta para contextualizar el Quijote en sus grandes rasgos y dejar el paso franco a las palabras mismas de Cervantes.
La edición está enteramente concebida de acuerdo con ese principio de jerarquización, buscando que todos sus contenidos se subordinen a la mejor comprensión y, por ahí, el mayor goce del texto. En particular, las notas a pie de página explican de modo claro y sucinto el asunto que en cada caso las motiva, con el desarrollo justo para no descuidar ningún elemento útil para entender el original, pero sin disquisiciones ni pormenores que entorpezcan la lectura. A su vez, esas notas al pie se conjugan con otras en el volumen complementario que las desarrollan con todas las indicaciones oportunas; y por otro lado se complementan con abundantes dibujos, gráficos, mapas y otros tipos de ilustración que visualizan reveladoramente el mundo del protagonista: indumentaria, armamento, objetos cotidianos… Así, por ejemplo, no sólo se explica qué era el astillero donde guardaba la lanza Alonso Quijano, sino que se inserta uno de los raros grabados de la época que lo muestran.
Todo ello puede y debe resultar iluminador, y a menudo resulta imprescindible, pero la meta principal de una edición está en ofrecer el texto más cercano a la voluntad del autor y hacerlo, además, del modo más cercano a las exigencias del lector. El Quijote de la Biblioteca Clásica ha puesto en ello el máximo esfuerzo y conseguido el resultado más solvente que hoy permiten los instrumentos de la filología moderna.
Sucede que durante mucho tiempo la tradición del cervantismo ha sido no tanto editar críticamente como copiar ciegamente la prínceps de cada parte, con frecuencia venerando como si pertenecieran al original del escritor las erratas y las modificaciones obvias que los tipógrafos introdujeron a centenares o que manchaban ya las copias de amanuenses que se manejaban en la imprenta. Así, el Quijote, en vez de limpiarse de yerros, ha caminado hacia atrás, repoblándose de todo tipo de gazapos: extravagancias expresivas, palabras inauditas o inexistentes (Hepila, rumpantes, lercha…), cómicos disparates y, en general, deformaciones del texto cervantino.
Para restituirlo, tres son las vías primordiales, de las que daré sólo algún ejemplo. En primer término, el recurso a las normas básicas de la crítica textual, poco menos que ignoradas por el común de los cervantistas. En un momento dado leemos en la prínceps: “hasta que yo viese lo que Ricardo me quería” (I, 24), siendo así que el individuo aludido se nombra siempre como el duque Ricardo, no Ricardo a secas. Ahora bien, la ecdótica nos enseña que cuando aparecen cerca dos segmentos iguales o muy similares, es frecuentísimo saltarse uno de ellos. Es lo que sucedió aquí, donde el original rezaba “lo que el duque Ricardo”, como debe imprimirse.
Un camino provechoso a nuestro propósito se halla en las otras ediciones antiguas, revisadas o no por Cervantes, que en multitud de casos corrigieron los deslices de las anteriores con la seguridad que les daba su indudable sentido de la lengua. Dice un personaje: “Dino señor hizo de creer la continencia del mozo” (I, 51). Nada pinta aquí ningún ‘digno señor’, ni se ven la sintaxis ni el alcance del pasaje. La mala lectura, fuera del copista o del cajista, es evidente; la solución no lo es. Sin embargo, las ediciones de Bruselas, 1607, y de Madrid, 1636-1637, no vacilaron en restablecer la forma acertada, con una enmienda que cumple todos los requisitos gráficos y semánticos: “Duro se nos hizo…”
De los años noventa para acá, el objetivo básico no ha variado: ofrecer un ‘Quijote’ que se preste por igual al placer de la lectura, a la curiosidad del aficionado y a las necesidades del estudio y de la investigación Requisito esencial para restaurar las formulaciones auténticas de Cervantes es conocer cómo se trabajaba en la antigua imprenta manual. Para producir, pongamos, un pliego de ocho páginas, los operarios no componían el texto por su orden natural (páginas 1, 2, 3…), sino elaborando independientemente las planas que se imprimían por un lado (1, 4, 5 y 8) y por el otro (2, 3, 6 y 7). Ello suponía delimitar previamente el contenido de cada una, contando el número de palabras y aun a veces de letras que les correspondían. Los tipógrafos eran expertos en ese arte, pero de vez en cuando tampoco podían dejar de equivocarse en más o en menos. Y en tal caso no podían solucionarlo sino comprimiendo el texto (con abreviaturas, reducción de espacio entre palabras, etc.) o expandiéndolo con adiciones relativamente inocuas (muy para un adjetivo, sólo convertido en solamente, etc.).En el capítulo 22 de la segunda parte (f. 85 vuelto), nos llama la atención el único caso de toda la novela en que tropezamos con un “dijo don Quijote de la Mancha”, y no simplemente, como en el resto de la obra, “dijo don Quijote”. Imposible achacar a Cervantes la anomalía. No obstante, ésta se explica cuando atendemos a la composición de la plana, en buena parte caracterizada por la excesiva holgura entre vocablos y signos de puntuación y las dos líneas (y no una) antes y después del epígrafe del capítulo 23. Es meridiano que los cajistas se veían obligados a llenar la página mal contada ampliando con invenciones propias el texto insuficiente de que disponían. El inserto más notorio es sin duda el singular “de la Mancha”, que conseguía aumentar en una línea el final del capítulo 22. Pero si con ayuda de la informática verificamos las constantes lingüísticas del escritor, descubriremos un mínimo de tres o cuatro otros casos que es imposible admitir como cervantinos. A Cervantes lo que es de Cervantes y a Juan de la Cuesta lo que fue de sus empleados.