Las fronteras movedizas de la literatura
Gracias a sus extraordinarias cartas, Madame de Sévigné, que creía escribir para sí misma, su hija y sus amistades, al margen de los canales establecidos, es hoy una escritora canónica
Qué es y qué no es literatura? La respuesta no es fácil, y es esta una observación que siempre tengo que hacer cuando doy cursos sobre el diario íntimo como género literario. Los primeros en llevar diarios lo hicieron sin pensar, ni por un momento, que hacían literatura: no solo no tenían intención de publicar, sino que intentaban activamente no ser leídos; Samuel Pepys (1633-1703) escribió el suyo en un lenguaje semicifrado de su invención, que alguien descifró solo dos siglos más tarde. Pero las fronteras de la literatura se mueven. Hoy, el Diario de Pepys, publicado con todos los honores, se considera un clásico.Algo así pasa con las cartas de su contemporánea, la marquesa de Sévigné (1626-1696). Cierto, la carta, en la época de Madame de Sévigné, podía ser un género literario (no así el diario, que estaba naciendo); pero la escrita con ese fin, la “epístola”, poco tenía que ver con una carta real. La epístola, género de larga tradición, era una carta ficticia, dirigida no a un destinatario de carne y hueso, sino al público, sobre un tema bien definido y en un estilo elevado; algo, en fin, más parecido a lo que hoy sería un artículo o un breve ensayo que a una carta verdadera. Auténticas cartas eran en cambio las que escribía Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné, a varios destinatarios.
La correspondencia de Madame de Sévigné tiene, claramente, dos caras. La primera es la de una mujer risueña, ingeniosa, sociable, un poco impertinente. Se sabe que en cierta ocasión, en su juventud, se le pidió que abandonara una fiesta por haberse mostrado trop guillerette, “demasiado alegre”, pero esas dos palabras son todo lo que conocemos del oscuro episodio. Se casó joven, sin sentir, o eso parece, demasiado interés por su marido; el cual murió pronto, en duelo (por una de sus amantes), dejándola viuda con una hija y un hijo. Con la libertad que le daba su pertenencia a la aristocracia, su relativa riqueza (tenía un castillo y tierras en Bretaña) y su estatus de viuda, el más cómodo en esa época para una mujer, la marquesa se dedicó a la vida social. Frecuentaba el salón de Mademoiselle de Scudéry, es decir, formaba parte del grupo de las Précieuses, mujeres que hoy calificaríamos de intelectuales feministas, y de las que Molière se burló en Las preciosas ridículas (ridiculizar a la mujer que piensa es una venerable tradición occidental). Y escribía cartas, muchas cartas a amigos y parientes, entre otros un famoso primo suyo al que Luis XIV había expulsado de la Corte por ser, como la marquesa, un impertinente, que se había atrevido a birlarle a Su Majestad una amante.
Las cartas de Madame de Sévigné en su faceta maliciosa son una delicia. Eran tan chispeantes, y fueron tan admiradas por sus destinatarios, que alguna, de mano en mano, llegó a ser leída por el mismísimo Rey. Otras es de suponer que no, porque tienen precisamente al Rey por protagonista, como aquella en que narra la pesada broma gastada por Luis XIV a un cortesano. “¿Qué opináis de estos versos que alguien me ha dado a leer? ¿A que son malos?”. “¿A ver?… Desde luego, Sire; detestables”. “¿A que se nota que quien los ha escrito es un necio?”. “Un necio, Sire, desde luego. No se le puede definir mejor. ¡Cuán divinamente juzga Su Majestad todas las cosas!”… “Cuánto celebro su sinceridad, barón de Fulano… Estos versos son míos”. Es, sentencia la marquesa, la trampa más cruel que se puede tender a un viejo cortesano (que, muerto de vergüenza, exclamaba: “¡Déjemelos leer otra vez, Sire, los he leído demasiado deprisa para poder apreciarlos!”), y debería hacer reflexionar a Su Majestad sobre el crédito que debe conceder a las palabras de quienes le rodean…
La epístola era una carta ficticia, dirigida no a un destinatario de carne y hueso, sino al público, sobre un tema bien definido y en un estilo elevado; algo, en fin, más parecido a lo que hoy sería un artículo o un breve ensayo que a una carta verdaderaPero si esa es una Madame de Sévigné, hay otra. Que tiene fecha de nacimiento: 6 de febrero de 1671. El día en que su hija, que se ha casado con el intendente del Rey en Provenza, se aleja por primera vez de París y de su madre para ir a vivir con su marido en el castillo de Grignan, a seiscientos kilómetros de la capital (lo que, en la época, suponía dos o tres semanas de viaje y verdaderos peligros, como el de naufragar cruzando el Ródano). De la noche a la mañana, la risueña marquesa se transmuta en mater dolorosa. “Muy mediocre tendría que ser mi dolor para que fuera capaz de describíroslo”: así empieza la más famosa de sus cartas, escrita inmediatamente después de la separación. A partir de ese momento, la marquesa vive para… ¿su hija? ¿O para la escritura de la que su hija es destinataria y en cierto modo pretexto? Hay quien ve en ella una mujer dominada por un amor absorbente, excesivo, incluso patológico. Observó Proust que el sentimiento de esta madre por su hija era mucho más intenso, más comparable a las pasiones terribles descritas por Racine, que los banales amoríos del jovencito Charles de Sévigné, su hijo, con sus amantes de turno… Hay quien, en cambio, afirma que para Madame de Sévigné su hija fue solo la chispa que encendió su pasión verdadera: la de la escritura. Ella misma se lo pregunta en esta carta a su hija: “Me admira la vivacidad con que os escribo, y lo mucho que detesto escribir a todos los demás. Encuentro, al escribir esto, que nada es menos tierno que lo que acabo de deciros. ¿Cómo? ¡Me gusta escribiros! Es pues señal de que amo vuestra ausencia, hija mía: ¡qué cosa tan espantosa!”La calidad literaria de esas cartas, su interés, eran tan evidentes que sus destinatarios las conservaron. Medio siglo después de muerta la marquesa, en 1743, se publicaron por primera vez algunas, y desde entonces, se han sucedido ediciones y traducciones (españolas, que yo sepa, hay tres: la de Fernando Soldevilla, de 1930, la de Francisco López Loredo, de 1948 y la mía de 1996). ¿Por qué leerla todavía? Por muchos motivos. Porque resucita el pasado: nos permite atisbar, como por el ojo de la cerradura, la vida cotidiana de una mujer francesa del siglo XVII; y no cualquiera, sino una inmersa en la vida intelectual y cortesana de esa época extraordinaria que fue el Grand Siècle. Sus cartas son una crónica de primera mano de asuntos tan trascendentes como la disputa jansenista, el estreno de las tragedias de Racine, o sus propias conversaciones con Madame de La Fayette (autora de la gran novela de la época: La princesa de Clèves) y el duque de La Rochefoucauld (el autor de las célebres Máximas). En segundo lugar, porque sus cartas expresan y analizan un sentimiento universal (en su caso llevado a la máxima expresión) que es la amistad, el afecto, el interés, la admiración, el amor… que las mujeres pueden sentir unas por otras; universal, como digo, pero casi nunca reflejado por la literatura, tan avara cuando de registrar las vivencias de las mujeres se trata. Por último, y desde el punto de vista de la historia literaria, es muy interesante ver cómo Madame de Sévigné, protegida por la privacidad de una escritura “no literaria”, escribe con ímpetu, con naturalidad, con pasión, mezclando el estilo elevado con el bajo, lo solemne y lo cómico, hablando de Dios y del chocolate. Influye así, sin saberlo, en un cambio de gusto que desembocará en el Romanticismo. Por todo eso, merecidamente, la marquesa vivaz y mater dolorosa que creía escribir para sí misma, su hija y sus amistades, fuera de las murallas de la Literatura, es hoy una escritora canónica cuya obra ocupa tres volúmenes en la colección sacrosanta de la literatura francesa: La Pléiade.