El texto salvaje
Dolly City
Orly Castel-Bloom
Trad. Eulàlia Sariola
Turner
220 páginas | 14, 90 euros
Sospechando de la moral y de la política, fundador de otra moral, garante de otra política, a menudo el escritor traslada la verdad que el hombre ordinario es incapaz de enunciar y tolerar. Extraordinariamente fecunda en términos narrativos, su experiencia del nihilismo apadrina una literatura sin sosiego, que no encuentra paz ni certidumbre, y que del Maldoror de Lautréamont a Los excluidos de Jelinek hace estragos en los discursos oficiales. Esa voz que gira en círculos de fatalidad, en torno a un puñado de obsesiones, para dar cuenta de sus infecciones, de sus terrores, de sus lascivias.
Lo que Orly Castel-Bloom arrojó a los lectores de su país allá por 1992, año de edición en Israel de Dolly City, fue pues una granada de mano, una tonelada de tierra ácida, las cabezas de fuego de una novela encarnada en lanzallamas. Obra feroz, de corte alegórico, que admite en su interior diversas formas de simbolismo, Dolly City dinamita cualquier estructura lógica hasta proponer una jornada alucinada, otro viaje al fin de la noche, la experiencia fascinante y aterradora de una voz que, de tan lúcida, acaba por transparentar la locura. Dolly testimonia a una narradora que abduce cuanto la rodea, incluida la urbe de Tel Aviv, metamorfoseada aquí en Ciudad Dolly, espacio de atrocidades en el cual conviven los enterradores de mascotas, los pilotos de aerolíneas comerciales y el fúnebre cortejo de un clima que no obedece a las pautas de la meteorología.
Médica diplomada por la Universidad de Katmandú (excentricidad y absurdo son los otros noms de guerre de Orly Castel-Bloom), viviseccionista confesa que sobrevive abrumada por el recuerdo de la muerte de su padre, la vida de Dolly entra en combustión el día en que encuentra a un bebé abandonado en los asientos traseros de un coche. Este bebé, a quien acabará por regalar el antonomástico nombre de Hijo, será objeto de las atenciones más precisas y extremas. Su madre postiza lo auscultará, medirá su fiebre, le hará transfusiones de sangre, contemplará sus vísceras, contará el número de sus riñones, le someterá a operaciones a corazón abierto, hurgará una y mil veces en su interior para advertir, inequívocamente, que sigue vivo. Así, llevando hasta la parodia las ceremonias de la maternidad militante, Castel-Bloom convierte a Hijo en un campo de maniobras donde la sinrazón halla cobijo. Un campo que encuentra la más disparatada expresión de la sinécdoque en la decisión de Dolly de grabar en la espalda de Hijo un mapa del territorio de Israel.
De las posibles lecturas que Dolly City propone, una de las más evidentes es la que toma como excusa la idea de que el miedo no es otra cosa que la onda expansiva de la muerte. Contra esta onda expansiva, que habita en el ruido blanco de los electrodomésticos y en los recovecos de nuestras funciones corporales, la literatura, sobre todo aquella que se organiza en torno a sus expresiones más radicales, arroja un saldo menos precario que el de otras experiencias alternativas. Afinando su instrumento en las melodías menos plácidas, Castel-Bloom cosecha las apariencias de esta muerte total, que infecta cada cosa del mundo (una de las obsesiones de la narradora es la eficacia del cáncer como pandemia de magnitudes cósmicas, un cáncer que no arruina solo a las personas, sino también a los objetos, a los edificios, al universo entero), y a la cual opone la aventura de su texto salvaje, que no admite rehenes, y ante el cual palidece cualquier tentativa de pacto.