A la altura de la libertad
Vuelve a hablarse con énfasis de un lugar común como es la pésima inserción de los intelectuales en la vida pública. Sin embargo, tampoco faltan experiencias exitosas
Al igual que ocurre con la escritura, en toda carrera política llega ese momento de lamentación en que uno deplora no haberse hecho notario o no haber puesto un restaurante. El desfase entre las expectativas y los resultados es, de modo indefectible, negativo para los resultados. Y todavía se ha de padecer un agravante extra: nadie puede darse por no avisado, nadie puede alegar que nunca oyó el viejo dictum según el cual, por más lauro que se haya recibido, no hay itinerario político que no concluya en lágrimas. Si esto ocurre entre líderes con navajas de facocero, apenas cabe pensar qué ocurrirá en un gremio de epidermis tan fina como es el de los intelectuales cuando se les recluta para susurrar al oído del poder. “Por fin me veo libre de esta asquerosidad”, profirió Kavafis, al poner punto final a sus años de burócrata. Es lo que en Francia se ha llamado el “Elysée blues”. Con todo, de no haber ya suficientes motivos para el menosprecio de corte, ninguno dejamos de tener ante los ojos tantos contraejemplos que nos aseguran que no seremos la excepción feliz. Si pensamos en Ridruejo, vemos una dolorosa adición de soledad intelectual, equivocación y bonhomía; si consideramos el caso de Sartre, constatamos que no pocas veces estos mandarinatos pueden terminar en la peor complicidad.Todo invita, por tanto, a que sean otros los que traten “del Gobierno del mundo y sus monarquías”. Y quizá la presión sea más determinante si uno afirma una filiación que —con una dosificación variable entre lo conservador y lo liberal— podemos etiquetar de moderada. Hoy como ayer, declararse conservador tiene la carga de una confesión de filisteísmo, cuando no se equipara, directamente, a mostrarse partidario de la antropofagia o de la extinción de los delfines. Proclamarse liberal puede ser, según y cómo, algo más fácil, pero tal confesión suele recibirse como una militancia entre damas de hierro y zelotes del libre mercado. El moderantismo lo tiene aún peor: la derecha más aguerrida posee un instinto muy adiestrado para detectar a los llamados “pasteleros”, y la izquierda apenas los considerará más que en calidad de reaccionarios emboscados o neocons. Si a estos datos de experiencia sumamos el escepticismo previo que lleva todo conservador a la política, su vivencia bien puede ratificar que el manejo de lo público es cosa de hombres y no de ángeles. Ante esto, ya un tory de la vieja escuela recomendaba no quejarse.
Hoy como ayer, declararse conservador tiene la carga de una confesión de filisteísmo, cuando no se equipara, directamente, a mostrarse partidario de la antropofagia o de la extinción de los delfinesPor supuesto, siempre habrá tentaciones de sobra para las incursiones en lo público. Sean cuales sean sus ideas, el intelectual, el escritor, puede no ser insensible al voyeurismo del poder. Puede ser un ardoroso de su causa. Puede sucumbir a la vanidad de la influencia e incluso a los mundanismos del rango. Tal vez quiera acumular esas experiencias que sirven para nutrir una vida y una obra; tal vez —simplemente— no tenga otra manera de vivir con el mínimo desahogo. Y, por supuesto, no faltan casos en que la frivolidad o la nuda voluntad de poder se revisten de ropajes doctorales. Como siempre ocurre en política, sin embargo, estas realidades demasiado humanas pueden convivir o ceder en importancia ante un ideal más noble y más alto para así afirmar una dignidad de lo público. En los líderes se ve aún mejor: ganador de una guerra, ¿quién le hubiese reprochado a Churchill su afán protagonista?Tras la publicación del Fuego y cenizas de Ignatieff, en nuestros días vuelve a hablarse con énfasis de un lugar común como es la pésima inserción de los intelectuales en la vida pública. No faltan motivos para sostener la tesis. Sin embargo, tampoco faltan experiencias exitosas. Ahí tenemos a Cánovas, historiador brillante y —desde muy joven— crítico solvente. Ahí tenemos a un Macmillan que podía leer a Esquilo en el original, o a un Disraeli capaz de insertar un programa político en una de sus novelas. La lista sería extensa, de Burke a Guizot. Por volver a Churchill, su prosa y su historiografía ya le hubieran garantizado el panteón de la inmortalidad de no haber sido premier. Pero incluso en intelectuales que sólo han aportado —con asesorías, con cargos o con libros— su saber a una causa, abundan nombres cuya obra ha sido inmune al descrédito. Sin salirnos de la órbita liberal-conservadora, algunos de ellos están entre nosotros, de Baverez a Mount y de Puig a Lassalle o Pendás. Se trata de estar a la altura de las exigencias de la propia libertad, porque —al cabo— la política y la intelectualidad se necesitarán siempre: “Alcibíades por sí solo es ignorante, pero Sócrates por sí solo es impotente”. Ahí, los haces de la tradición moderantista ofrecen un nomenclátor tan selecto como útil en la Ciudad de las Ideas.
Sean cuales sean sus ideas, el intelectual, el escritor, puede no ser insensible al ‘voyeurismo’ del poder. Puede ser un ardoroso de su causa. Puede sucumbir a la vanidad de la influencia e incluso a los mundanismos del rangoMás amigo de la experiencia que de la ideología, no creo que puedan afirmarse compromisos genéricos sin arraigos concretos. En mi caso, como hijo de la UCD, nacido un año antes de que España dejara de ser oficialmente un país “en vías de desarrollo” (1981), he podido ver que el 78 no trajo consigo un paraíso ajeno a la materia de la política, pero sí avances sustantivos y ciertos. Nada de esto estaba escrito, y los progresos logrados me alejan de utopías abstractas tanto como de fatalismos hispánicos. Al tiempo, me confirman en la política como un arte de la reforma y un método de transacción para reflejar los consensos existentes entre la mayoría moderada del país. Como bajo continuo, la reforma, inscrita en el corazón conservador desde que Burke proclamara que el Estado que no cuenta con medios de cambio, tampoco contará con medios de conservación. Estos rasgos, junto al mínimo de concordia exigible para que podamos hablar de política, han sido la clave de un éxito que me parecería poco piadoso despreciar. Prueba de que es un éxito es que lo hayan alzado izquierdas y derechas.Más allá de la vivencia personal, si tuviera que trazar un pedigrí político-intelectual, me vería obligado a hablar de una admiración por Burke, por el torismo one-nation, por el realismo melancólico de un Niebuhr, “el compromiso cívico con la virtud” del primer liberalismo británico y esas vías medias del centro-derecha español que fluyen de Jovellanos hasta el 78. Es un patchwork no ajeno a la tradición de armonización liberal-conservadora: “sin un énfasis en las obligaciones e instituciones de la comunidad’, afirma Cameron, “el liberalismo puede ser un individualismo vacío. Sin el énfasis en la libertad individual de los liberales, el conservadurismo puede ser mera conformidad”. De ahí se infiere un apego por las instituciones y su continuidad, o la relevancia del equilibrio como principio rector —pensemos en la economía social de mercado— de la vida política y económica. Conocedor, con Jouvenel, de que lo público plantea problemas insolubles, uno tampoco es ajeno al pesimismo de un Oakeshott, para quien plantear algo inherentemente imposible —tantos mundos felices que hoy nos venden— es en sí mismo una empresa perversa. Ahí late una antropología que asume “el fuste torcido de la humanidad” y que, en consecuencia, limita las expectativas de la política y abona un respeto de la autonomía del individuo y las tolerancias propias de nuestras sociedades abiertas.
Frente a las políticas del resentimiento, cabe repetir una vez más que todos somos conservadores de aquello que amamos. En la vida pública, los conservadores tenemos un propósito tan modesto como es intentar salvar la plata de la casa en la riada. No es un propósito fácil a efectos de mercadotecnia, pero —mientras no cambie la naturaleza de los hombres— algunos siempre vamos a pensar que es mucho más fácil destruir que construir. Ahí resuena la invitación de Bossuet, para quien “lo propio de la misericordia es conservar”. Es una pasión lo suficientemente noble como para intentar no encanallarse cuando uno la hace propia. Sí, vivamos a la altura de nuestra propia libertad.