‘La casa de la pradera’ era una segunda residencia
Si para algo sirve la literatura y la narración televisiva es para dar cuenta de un mundo social y emocional:
la historia de nuestro presente
Mi cerebro se acostumbró a la ficción televisiva desde mi infancia. Yo fui un devorador de series de televisión desde que tengo memoria. Aquellas series eran como un ángel de la guarda: me enseñaban el mundo, pero nunca me dejaban a la intemperie. Lo que me fascinaba era la apariencia de verdad de aquellos relatos. Se parecían a la vida; su inconsistencia dramática los igualaba a la vida. Recuerdo muchas series: La casa de la pradera, Flipper, Crónicas de un pueblo, Furia, Verano azul, Tristeza de amor, Vacaciones en el mar, Mazinger Z, Los camioneros, Curro Jiménez, Starsky & Hutch, Los hombres de Harrelson, Canción triste de Hill Street.
Hubo algo en el visionado infantil y adolescente de todas aquellas series que labró mi sentido de la verosimilitud y que luego acabaría pasando a mi literatura. Una serie de televisión es, en realidad, una narración fragmentada que no tiene ni principio ni final. No se sabe muy bien de dónde ha salido la gente que protagoniza esa serie ni hacia dónde va. No hay final. O mejor dicho: no puede haber final, no tiene sentido. Como muy probablemente jamás Franz Kafka hubiera podido terminar El castillo aunque hubiera vivido veinte años más. La vida acaba con la muerte, pero ¿cómo acaba una serie de televisión? La literatura se sirve con frecuencia de la poesía a la hora de cerrar una historia, pero una serie de televisión termina por aburrimiento. Mucha gente, en la vida real, también se muere por aburrimiento.
Tal vez la ficción literaria clásica haya sido más refractaria a todos estos hechos, en la medida en que la novela del XIX era prolija en explicaciones y descripciones y argumentaciones sobre los protagonistas de cualquier narración, siempre a la búsqueda de la igualación entre vida y literatura. Pero la vida no tiene argumento, porque la naturaleza tampoco tiene argumento. Si pensamos en Balzac, por ejemplo, se podría argüir que La comedia humana es, en cierto modo, una gran serie televisiva pero sin trocear. La gran narración balzaquiana es como una vaca recién sacrificada, decapitada, desollada, expuesta en el matadero, pero sin que haya sido desmembrada. Las series de televisión son el desmembramiento de la ficción. La deslocalización de la ficción. El solomillo de la gran vaca del XIX.
Monté mi novela Aire Nuestro (Alfaguara, 2009) como una cadena de televisión. Aire Nuestro era el nombre de un imperio televisivo, y en mi novela se decían cosas como estas: “Queremos a Lenin en un plató de televisión”, o “dudamos de la existencia de San Pablo porque nadie televisó sus discursos a los tesalonicenses”, o “nadie creyó en la resurrección de Cristo por el simple hecho de que no fue televisada”, o “todo es tan televisable” o “parece mentira que la Historia siga vigente sin un repertorio audiovisual en condiciones”. Cuando hablamos de “series de televisión” tal vez demos más importancia al primer sustantivo que al segundo. En mi caso es al revés: lo capital es la televisión y el modo en que cambió nuestra percepción de la realidad. Y yo quise introducir en mis novelas ese cambio. La televisión es en sí misma un artefacto cervantino cuya última finalidad consiste en la verificación de las construcciones culturales de la realidad. Es decir: lo real es televisable, y lo televisable es real. Y por supuesto: lo racional es televisable, y lo televisable es racional. Por tanto, la televisión hizo racional y real al capitalismo y luego se inventó historias humanas seriadas. El capitalismo se hizo carne y verdad con la televisión. Quien más contribuyó al hundimiento de la antigua Unión Soviética y del comunismo internacional fue la televisión.
Una serie de televisión es, en realidad, una narración fragmentada que no tiene ni principio ni final. No se sabe muy bien de dónde ha salido la gente que protagoniza esa serie ni hacia dónde vaEn estos mismos instantes, mientras redacto estas líneas, me parto el culo de risa (perdón por el coloquialismo extremo, pero la literatura es vida) recordando al niño que fui, al niño adicto a las series de televisión. Me preguntaba qué hacía Curro Jiménez durante el resto de la semana. Me inventaba las cosas que hacía. Eso desarrolló mi imaginación. Qué hacía Michael Landon mientras no salía por la televisión. ¿Dónde estaba? ¿Por qué había que esperar hasta el domingo siguiente a las 3,30 de la tarde para conocer el final de una historia extraordinariamente insignificante? ¿Seguía Michael Landon haciendo el bien durante las cientos de horas que no salía por la tele? ¿O estaba durmiendo dentro de un congelador a 30 grados bajo cero? Y aquella casa de la pradera, ¿no era en realidad el aviso de que todos íbamos a necesitar una segunda residencia? Unos elegirían la playa, otros la montaña. Y Landon, humilde, eligió el campo.En mi cerebro de niño cabreado con la verosimilitud televisiva fue fraguándose el jacobino literario en que luego me convertí. La verosimilitud es una de las grandes supersticiones de la literatura, el cine, la pintura, la historia y la política. A la naturaleza la verosimilitud le trae sin cuidado. Te mata cuando le da la gana, monta terremotos o maremotos donde le peta, crea dinosaurios o bacterias, y todo le importa un pimiento o más exactamente un Big Bang. La naturaleza, como intuyeron Cervantes y Kafka, a quienes tal vez no ha leído Stephen Hawking, es una humorista. Hawking cree que el universo va en serio y que es coherente. Kafka pensó que el universo es tan insignificante como inútil, y por tanto cómico. Quien inventó las series de televisión sabía perfectamente que la vida no tiene argumento. La invención del argumento es algo maravilloso, pero no es real. Ojalá fuéramos protagonistas de algo más allá de la oxidación de nuestros cuerpos.
Las series introdujeron las grandes elipsis narrativas, sí. Lo digo ya en plan académico porque yo también fui a la universidad, cosa que no hizo Juncal, el torero jubilado que dio nombre a una serie televisiva memorable, de finales de la década de los ochenta. Sí, algo aprendí en Juncal, serie que se compuso de siete capítulos y cuyo argumento era delirante e inverosímil. Juncal regresaba a Córdoba, después de veinte años de ausencia, con ánimo de reconciliarse con su antigua familia y con su hijo Manolito, torero en ciernes. ¿Y dónde había pasado Juncal esos 20 años? ¿En Nueva York, en La Habana, en Moscú? Pues no, los había pasado en Sevilla. Toda la serie se basaba en la fuerza física y moral de un actor: Francisco Rabal. Y en una forma antigua de estar en el mundo. Algo de eso incorporé yo a mi manera de narrar: lo narrado descansaba en una necesidad moral y no argumental, como en Juncal. Descansaba en la proximidad y en la cotidianeidad. En la gracia perdida de las cosas. En la nostalgia. En el recuerdo imposible de la vida.
Hay más cosas de las series españolas que dieron con sus huesos, de alguna forma, en mis novelas. En series como Cuéntame había un intento de narrar la historia reciente de España. Podrían gustar más o menos los resultados, pero el empeño era y es aceptable. Si para algo sirve la literatura y la narración televisiva es para dar cuenta de un mundo social y emocional: la historia de nuestro presente. Yo tuve una gran necesidad de hablar de mi país, por eso escribí una novela titulada España (DVD Ediciones, 2008; tercera edición en Punto de Lectura, 2012). Buscaba una explicación de lo que somos, una indagación en mi propia identidad. Eso buscan las series americanas que han triunfado recientemente. Desde Estados Unidos se ve mejor la gran crisis cultural por la que atraviesa España, un país colonizado a todos los niveles por lo norteamericano; un país con una enfermiza desconfianza hacia su propia cultura, un país que no quiere ser representado artísticamente. Y es comprensible a tenor de la historia de la cultura oficial española, tan conservadora y tan solemne. La serie Juncal no tenía nada que envidiar a ninguna serie americana. Pero sus referentes eran la España de siempre. Todas las series televisivas que tenían como contenido a España cayeron en desgracia o fueron vistas como una “españolada”. Sin embargo, yo crecí con ellas. Sin embargo, me interesa España. Y la razón final es esta: España, I love you.