Pensamos en serio porque pensamos en serie
Las series de televisión se han vuelto paradigmáticas de nuestro momento histórico, pues su lenguaje narrativo es el que mejor permite una lectura sociológica del siglo XXI
Diario, semanal, mensual, bimestral, anual. Somos varias las generaciones que hemos crecido educándonos como consumidores seriales de información y de ocio. La entrega diaria de The New York Times o de El País o de la telenovela de la tarde; el capítulo de la serie o el programa de entrevistas a fondo cada siete días; el nuevo cómic de Spiderman a principios de cada mes, etcétera. De ese modelo, que es el que la modernidad configuró con la emergencia del cuarto poder durante los siglos XVIII y XIX y que perpetuaron la radio y la televisión, hemos pasado en los últimos quince años a otro radicalmente diferente, para el que nos fueron preparando el zapping y el vídeo durante el último tercio del siglo XX. Una lectura que ya no está necesariamente sujeta a ritmos regulares, sino que es intensiva, instantánea o fragmentada, dividida entre varios canales o pantallas, multimedia.En ese nuevo contexto las series de televisión —por la relativa brevedad de sus píldoras, por su capacidad de dar respuesta ficcional casi inmediata a la agenda sociopolítica, por la alta calidad técnica de muchas de ellas, por convertirse rápidamente en parte de la conversación mainstream, por haberse adaptado a todos los canales de distribución— se han vuelto paradigmáticas de nuestro momento histórico. No digo que constituyan el lenguaje narrativo central ni el más importante, pues vivimos en una extraña época en que conviven propuestas masivas tan distintas como Frozen, Jonathan Franzen, Jeff Koons, Assassin’s Creed o The Walking Dead; pero sí me atrevería a decir que es el lenguaje que mejor permite una lectura sociológica del siglo XXI.
Entre otras razones, porque los propios fans se han autodesignado como críticos, como prescriptores, como subtituladores, como embajadores y, por extensión, como seleccionadores, de modo que es relativamente sencillo enterarse de las series europeas, norteamericanas, sudamericanas, africanas, australianas o asiáticas que están contando de una manera más interesante, realista o desafiante sus respectivas sociedades. Así, podemos verlas, subtituladas en lenguas cercanas, no solo como objetos artísticos, sino como brújulas geopolíticas. La historia reciente de Italia, por ejemplo, se dibuja dramáticamente en tres series de alto nivel: Romanzo criminale, 1992 y Gomorra. Pero si se desea escapar de los límites nacionales, el fenómeno internacional del narcotráfico puede interpretarse a través de obras como The Wire, Pablo Escobar, el patrón del mal, Breaking Bad o Narcos.
La ambición de las tramas paralelas, nuestro interés por los personajes como biografías que se despliegan por el tiempo o la voluntad de retratar la Historia y las historias en el mayor número de facetas posible ha provocado que el carácter episódico y autoconclusivo de las series sea cada vez menos importante, que el caso (sea la serie judicial, policial, médica o de otro tipo) sea eclipsado por el arco narrativo. De ese modo ha entrado en crisis el mero concepto de episodio, como entrega folletinesca, como unidad de significado. Como muchos videojuegos y cómics (por eso llamados novelas gráficas), tanto series que HBO o AMC emiten semanalmente como series de Netflix o Amazon que son liberadas como temporadas completas, sin necesidad de espera semanal para su lectura, a menudo son pensadas en unidades mayores, como la temporada. O la continuación pasa a ser conceptual y no narrativa, cuando —como en Black Mirror— cada capítulo cambia de historia, ambientación y personajes; o —como en American Horror Story o True Detective— lo hace cada temporada. Nada es sagrado. Los formatos y las convenciones están para ser explorados y explotados. Desde las oraciones y los cantos primitivos y los cantares de gesta, la historia de la serialidad es la historia de una constante adaptación al medio, a los medios.
Del modelo serial de la prensa que perpetuaron la radio y la televisión, hemos pasado en los últimos quince años a otro radicalmente diferente, para el que nos fueron preparando el ‘zapping’ y el vídeo durante el último tercio del siglo XX Se puede observar esa historia como el diálogo entre la obra en proceso y la obra acabada, entre la obra abierta y la obra cerrada, entre la serie y el monumento. Hasta que fueron fijados en formato libro, la Biblia o la Odisea o el Cantar de Mio Cid o los poemas de Góngora o Las aventuras de Sherlock Holmes fueron textos nómadas y dispersos, todavía no cercados por la idea de unidad. En el momento en que una serie de cómics o de televisión se puede comprar en un único volumen, como novela gráfica o como pack de DVD, pasa a ser leída de otro modo, como obra finalizada, tal vez maestra. Pero de todos los lenguajes narrativos, el de las series de televisión es el que más resistencia pone a esa noción. Estamos ante la crisis de la idea de monumento en arte contemporáneo, en arquitectura, en cine, en literatura; no obstante, nos empeñamos en ver en algunas series que sí lograron una difícil perfección como conjunto (Berlín Alexanderplatz, Los Soprano, The Wire, Breaking Bad) la sombra de la obra maestra, de la anacrónica catedral, pese a que lo normal, en cambio, es que una serie, por la cantidad de factores incontrolables que intenta controlar, por ser un producto colectivo e industrial, por no seguir nunca un guion completo y ya escrito y no contar desde el principio con todos los actores y actrices, ni siquiera con todos los directores y guionistas, fracase. Sea imperfecta. Ya va siendo hora de que aceptemos que la imperfección es justamente la perfección de nuestra época.En términos de receptor, no creo que importe demasiado si una obra, sea televisiva, cinematográfica, literaria o de otro signo, es concebida o no como serial. Porque los lectores y espectadores del siglo XXI no sabemos interpretar de otro modo: creamos series mentales, rutas de hipervínculos, itinerarios intelectuales y emocionales, cadenas de sentido. Lo que guía esos circuitos a veces es una marca clásica (el nombre de un autor, un género, una cadena de televisión o una editorial, un lenguaje narrativo), pero en la mayoría de ocasiones lo que se va configurando en nuestros cerebros son nubes de etiquetas, construcciones gaseosas y por tanto variables, arbóreas, en que las relaciones se van moviendo a medida que se añaden nuevas, constantes lecturas. “La convergencia se produce en el cerebro de los consumidores individuales y mediante sus interacciones sociales con otros”, escribió Henry Jenkins en Convergence Culture: La cultura de la convergencia de los medios de comunicación (Paidós, 2008): “Cada uno de nosotros construye su propia mitología personal a partir de fragmentos de información extraídos del flujo mediático y transformados en recursos mediante los cuales conferimos sentido a nuestra vida cotidiana”.
Carlos Scolari cita en Ecología de los medios (Gedisa, 2015) estas palabras de Neil Postman sobre la televisión publicadas a mediados de los ochenta: “a través de ella sabemos qué sistema telefónico usar, qué películas ver y qué libros, discos y revistas comprar, cuáles programas escuchar”. Yo diría que esa prescripción sociocultural se da ahora sobre todo a través de internet, mientras que la orientación sociopolítica se canaliza a través de las series. En ambos casos estaríamos ante la pantalla como nuevo centro de nuestras vidas, en sustitución del viejo televisor. La información recibida a través de varias pantallas converge en el cerebro de cada espectador, lector, consumidor, donde se combina de modos impredecibles, por suerte.
Pensamos en serio porque pensamos en serie. Con las series de historias, conceptos y datos que vamos incorporando creamos poliedros de pensamiento: damos sentido. El ser humano es un animal serial, lo era mucho antes de que existiera la televisión y lo seguirá siendo después de que esta sea finalmente absorbida por la pantalla.