El apocalipsis es ahora
Planos del otro mundo
Ryan Boudinot
Trad. José Luis Amores
Pálido Fuego 427 páginas | 23,90 euros
El pastiche y el palimpsesto son dos de los conceptos con los que frecuentemente se califica a cualquier texto —literario, fílmico, musical— perteneciente a la llamada posmodernidad. El primero fue introducido por Marcel Proust en 1919 a través de su obra Pastiches et mélanges, una obra que imitaba el estilo de algunos autores reconocidos del siglo XIX. El segundo todavía data de un período anterior: la Grecia y Roma clásica. Traducido del griego antiguo significa “grabado de nuevo” y precisamente ese era su sentido primordial: un manuscrito que conservaba las huellas de una escritura anterior en la misma superficie. Ambas ideas se detectan en la primera novela de Ryan Boudinot, Planos del otro mundo; una obra que se introduce en los intrincados recovecos de la ciencia ficción, con una nítida influencia de la literatura más visionaria y lisérgica para desembocar finalmente en una burla generalizada y notablemente intelectualizada. En esta broma resuenan con enorme potencia el eco de nombres como David Foster Wallace —y, por desprendimiento, La broma infinita— Pynchon, Ballard, Philip K.Dick o Palahniuk, como si las huellas de esa escritura primaria del palimpsesto se apreciaran con más entusiasmo y vigor que las del texto actual.
El tejido narrativo de Planos del otro mundo está compuesto por relatos individuales protagonizados por personajes bizarros que finalmente van superponiéndose, generando un trampantojo futurista instalado voluntariamente en la parodia. Un campeón mundial de lavaplatos, un analista de datos insatisfecha, una antigua estrella de rock rodeada de cientos de clones, una mujer obesa que vende sus órganos al gobierno… Este es el catálogo —casi parada de monstruos al estilo Tod Browning— con el que Boudinot se estrena en el panorama literario. La fragmentación y la simulación son dos constantes en una novela que aspira a convertirse en distopía.
El relato de Boudinot atiende a asuntos medulares —la proximidad de un apocalipsis, la imposibilidad del progreso, la tecnología al servicio funesto de la biología humana—, que son abordados con una corrosiva mordacidad y con un exceso que, en ocasiones, contagia a un lector que puede sentirse desbordado en una estructura narrativa alucinógena, abismática e incluso conspirativa.
La progresiva invasión de géneros —entrevistas o guiones cinematográficos— en la narración recuerda especialmente a aquellos relatos de Borges en los que la realidad entraba en la ficción de tal manera que acababa disolviéndose en ella. La mejor forma de entrar en esta novela es con un vaivén ligero, una suerte de fluidez inspirada en el movimiento hippie de los sesenta al que Boudinot homenajea secretamente. Entrar en la novela como uno entraría en un film psicótico de Lynch o en el Finnegans Wake de Joyce. Es decir, a tientas.