Ruinas de la vieja Europa
Heredero de la benemérita tradición centroeuropea, especialmente de autores como Roth o Musil, el polifacético Gregor von Rezzori fue, entre otras muchas cosas, un narrador extraordinario cuya obra —pese a los esfuerzos de Claudio Magris, al que debió y debe buena parte de su proyección internacional— sigue siendo menos conocida de lo que debiera. Con prólogo del propio Magris, disponemos en español de un volumen titulado La gran trilogía (Anagrama) donde se reúnen las novelas Un armiño en Chernopol y Memorias de un antisemita, seguidas de los recuerdos recogidos en Flores en la nieve, una suerte de autorretrato indirecto que cuenta su historia personal a través de las historias de otros, la nodriza, la institutriz, el padre, la madre y la hermana fallecida. Hace poco los editores de Sexto Piso, que ya habían acogido la formidable Edipo en Stalingrado, conmemoraron el centenario del nacimiento de Rezzori con la publicación de las tres nouvelles contenidas en Sobre el acantilado y otros relatos, a los que se acaba de sumar —de nuevo en traducción del cubano José Aníbal Campos— otra de sus novelas mayores, La muerte de mi hermano Abel, un fresco grandioso, desaforado, más irónico que elegíaco como de costumbre en su literatura. El narrador es un “extranjero profesional” —apátrida como el autor, aunque afincado en la lengua alemana— que como ha explicado Magris busca encontrar su identidad en la escritura, a su vez una “diseminación centrífuga” en el sentido de que se aplica a evacuar los múltiples retazos de un yo disgregado, esparcido “entre las ruinas de la vieja Europa”.
Como otros temperamentos excesivos, el histriónico Gabriele D’Annunzio —no hay más que verlo en las fotografías— se movía entre lo sublime y lo ridículo, pero lo cierto es que fue idolatrado por sus contemporáneos de dentro y fuera de Italia y que su magnetismo personal, a juzgar por el historial que se le atribuye, debió de ser muy poderoso. Como “gran depredador” era calificado en el título de la reciente biografía (Ariel) de Lucy Hughes-Hallett, traducida por la misma editora, Amelia Pérez de Villar, que ha reunido para Fórcola dos volúmenes de crónicas y ofrece ahora su correspondencia amorosa —No dejaría nunca de escribirte— con Elvira Natalia Leoni, una figura importante en la agitada trayectoria afectiva del poeta, pero también en su obra que por esos años (1887-1891) alcanzaría cimas como El placer, El inocente o Triunfo de la muerte, hitos de la prosa decadentista en cualquier lengua. D’Annunzio y Barbara o Barbarella, como era apodada por su amante, empezaron a tratarse cuando ambos tenían 25 años y mantuvieron durante ese lustro una apasionada relación que puede seguirse paso a paso a través del millar largo de cartas que el Vate, que suele firmar como Ariel, dirigió a su “bella romana”, caracterizadas no sólo por el entusiasmo, sino también por una sensualidad explícita que distingue el epistolario —definido como el más hermoso o el más intenso de la literatura italiana— de otros asimismo fervientes pero meramente sentimentales.
Hermana de Hilaire Belloc, el gran amigo y más tarde correligionario del gigante Chesterton, tan unido a su compañero de apostolado que Bernard Shaw, adversario íntimo de ambos, llegó a hablar de una sociedad —un “monstruo de dos cabezas”— llamada Chesterbelloc, Marie Belloc Lowndes fue una escritora igualmente prolífica, aunque no se dedicó como el Viejo Trueno —justo sobrenombre del autor de Las cruzadas desde los días de su exaltada adolescencia— a los ensayos históricos o biográficos o a la apología de la fe católica, sino a las novelas de misterio que escribió por decenas a razón de una por año. El huésped (1913) es la más famosa de ellas, llevada al cine por Hitchcock en 1927 —El enemigo de las rubias, dice el cómico título castellano— y adaptada en otras cuatro ocasiones a la gran pantalla, hasta ahora desconocida en España —aunque existía una edición argentina de los años cuarenta— y recién publicada por Menoscuarto en traducción de Susana Carral. Inspirada en los célebres crímenes de Jack el Destripador, casi un subgénero que sigue obsesionando a la pintoresca legión de los ripperólogos, la novela combina el terror psicológico con el cuadro de costumbres de ese modo tan sugerente y eficaz como genuinamente británico. El excéntrico inquilino del título, llamado Sleuth, es alojado por un matrimonio de antiguos sirvientes venidos a menos, los Bunting, atemorizados por la sospecha de que el “hombre del ático” resulte ser el autor de una serie de espantosos asesinatos cometidos, como dicen las gacetillas, por “un fanático abstemio que odia a las mujeres”. Impecable caracterización y buenos diálogos para una intriga muy bien conducida que pide té, niebla o —puestos a elegir— un barril de amontillado.