La Transición no es solo un tema visible en ficciones que la retratan desde abajo o desde arriba, son también las narrativas en las que cuajan los valores del periodo, su ideología
© ASTROMUJOFF
1Me pregunto si podemos construir la memoria sin apelar al sentimiento o las sensaciones, y me respondo que no, que no podemos. A veces no podemos hacer ciertas cosas, aunque ahora se tolere mal la frustración y se vendan utopías de andar por casa. Pero no podemos resignarnos ni construir la memoria sin apelar al olor de las magdalenas o a la armonía de los himnos. No podemos construir la memoria colectiva sin apelar a las pequeñas conciencias individuales y esas conciencias individuales están llenas de liendres, dientes de leche, hematomas, orgasmos felices… Así operan la fría estadística, los datos que soportan el relato histórico y, desde luego, la literatura. No hay memoria sin relato. El relato es la memoria. No podemos narrar sin sentimiento, pero sí podemos hacerlo sin sentimentalismo. Tratando de reblandecer lo menos posible la narración de lo que nos concierne a todos, sin limar cierta aspereza que a veces es urgente, incidiendo en lo que nos une pero también en lo que nos separa. Es inevitable no deformar el relato y, si lo hacemos, retorciéndolo, tergiversándolo, falsificándolo con nuestros filtros y nuestro dar gato por libre incluso cuando no queremos, reconozcámoslo. No finjamos una pureza que siempre es de color blanco sucio. Del color que se quedan las blusas blancas que se han echado demasiadas veces a la lavadora.
2La mayoría de los escritores españoles nacidos entre las décadas de los treinta y los setenta tenemos nuestro propio relato sentimental de la Transición. Porque hemos escrito novelas autobiográficas o porque hemos enmascarado nuestro presente vital y, en nuestras máscaras, nos hemos delatado aún más que en nuestros desnudos. Hemos hablado de nuestra juventud o de nuestros padres y abuelos, de una madurez heroica en la que nos sentimos protagonistas del cambio o personajes heridos por el desencanto y la falta de energía. Hemos escrito novelas históricas y de detectives como las de Vázquez Montalbán que se inventa a Carvalho para repasar la actualidad desde las ficciones:
Asesinato en el Comité Central. Pero también la España tardofranquista de
Los alegres muchachos de Atzavara. Novelas de espionaje. Novelas de amor que descorrían la suciedad de la represión nacionalcatólica —
Celia muerde la manzana— y novelas que celebraban el eslogan de que, aunque después llegase el pánico y los pulmones de acero, con la movida todos follamos más y mejor. Novelas costumbristas y novelas de aprendizaje que se iluminan con las bolas de cristalitos que transforman las pistas de baile en un sueño de LSD. Novelas como falsos documentales.
Anatomía de un instante de Javier Cercas y otras autoficciones. Novelas que juegan con los filos de lo verdadero y lo falso para colocarnos ante las grandes preguntas de una supuesta moral universal que no sé si existe o coincide siempre con la moral del Imperio de turno. Novelas que desde lo pequeño pretenden hablar de lo grande y otras que adoptan como protagonistas a las personalidades estelares de la Historia como
Francomoribundia de Cebrián. Hemos contado la Transición desde muchas de sus facetas y los límites del concepto se han emborronado cronológicamente: Belén Gopegui en
La conquista del aire aborda una épica y ética del dinero que hubiese sido incomprensible sin las nuevas relaciones de clase, sin los valores que inaugura el capitalismo democrático o la democracia capitalista, expresiones que quizá no remiten a realidades idénticas; puede que siempre fuesen un oxímoron. A lo mejor las novelas de la crisis siguen siendo relatos de la Transición. Me lo temo, me lo estoy temiendo. La Transición es el gran eje en torno al que pivota todo. El momento culminante. El clímax de nuestra historia real y contada. Toda la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX y de la primera mitad del XXI podría interpretarse como una precuela o una secuela del gran relato de la Transición: Ramiro Pinilla, García Hortelano, Martín Gaite, los Goytisolo, Marsé, Pérez Andújar, Ovejero, Royuela, Martínez de Pisón, Mañas,
El vano ayer de Isaac Rosa,
Verano de Manuel Rico, las novelas de Almudena Grandes o los diarios y memorias de Laura Freixas,
El comensal de Gabriela Ybarra… Precuelas o secuelas de la Santa Transición diseccionada como un cadáver hediondo en los libros de Rafael Chirbes. Y de Rafael Reig.
3Pero la Transición no es solo un tema —¿manoseado?— que cuaja en ficciones que la retratan desde abajo o desde arriba, a modo de
flash back o
flash forward, con mirada lírica o pornográfica, desde el intento de predicación o desde la democrática necesidad de procurar ponerles nombre a nuestras incertidumbres. Reconstruyendo al niño que cada adulto aloja en su barriga o anticipando al adulto que cada niño lleva cosido al ombligo, detrás de los ojos, muy dentro de él. La Transición también son las narrativas en las que cuajan los valores del periodo, su ideología. Y esas narraciones casi siempre hablaban de otro lugar y otro tiempo, de gente que no existía o, si existía, se encerraba en sus urbanizaciones, sus consultas psiquiátricas o sus palcos de la ópera. Estas historias tenían un trasfondo de felicidad constructiva, de confianza en el propio relato, que encajaba con la euforia por la defunción del Monstruo. Curiosamente las narraciones de la Transición destilan una gran confianza en el relato y sus mecanismos relojeros, en entramados y urdimbres, a la vez que empatizan con la desconfianza en las palabras y discursos. En los metarrelatos. Las narraciones de la Transición, que casi nunca tenían como tema la Transición, depositan su confianza en la sintaxis y se apartan de la semántica. Al menos de una semántica que no se base en una única relación de significado: la polisemia que tan bien combina con el prejuicio de ambigüedad que se le supone, por definición —¿de quién?— a toda la literatura.
4Relatos sentimentales de la Transición son una gran parte de los capítulos de
Cuéntame. Y los anuncios de las cuentas bancarias que utilizan como icono a Vicky, el Vikingo. Relatos sentimentales de la Transición son los libros que reconstruyen nuestro pequeño mundo de la EGB y las muletillas con que nuestras madres nos regañaban en los setenta. Relatos sentimentales de la Transición son los programas de la 2, con voz en
off de Santiago Segura, donde se recuperan las antiguas canciones —“Gloria, faltas en el aire…”— y el anuncio en el que un señor con micrófono aterriza en mitad del patio de un colegio para comprobar cuántas madres han untado margarina en el bocadillo de chorizo de sus hijos. Relatos sentimentales de la Transición son los recuerdos de tebeo y la idea genial de Carlos Portela y Purita Campos de inventar la historia de Esther en el siglo XXI: la niña de trece años que a finales de los setenta estaba enamorada de Juanito y vivía en una pequeña ciudad no muy lejos de Londres, se hace mayor, se divorcia, tiene una hija, se reencuentra con su amor de juventud… Tal vez deberíamos preguntarnos si los relatos sentimentales sirven para construir la historia o únicamente para tocarnos esa fibra que nos hace especialmente sensibles a la publicidad y nos mueve a comprar a quienes ya tenemos edad suficiente para ser compradores. El
vintage es el relato sentimental de la Transición. Veo recortables con mariquitinas en las papelerías pijas. Veo Nancys, Scalextric, Airgam Boys. Veo bollitos Pantera Rosa en las grandes superficies comerciales. Siento un escalofrío cuando, al escuchar una canción de Las Grecas, me vuelvo loca en los karaokes.