Mundo Shakespeare
Además de crear una secta de hechizados, el Bardo encandila o gusta a todos los públicos, incluso a los que no lo leen ni oyen y solo lo conocen a través de adaptaciones
Qué difícil es escribir bien de Shakespeare. Seguir haciéndolo, quiero decir. La angustia de las influencias precedentes, que llevan el nombre de Goethe, Coleridge, Stendhal, Hegel, Auden, Ted Hughes, Virginia Woolf, puede abrumar a cualquiera, aunque no a Harold Bloom, que hizo al Bardo inventor de lo humano sin achantarse él mismo; ¿cuántas páginas shakespeareanas le debemos al profesor norteamericano? Seguro que no menos de mil quinientas, y más que eso: la impostura genial, un caso extraordinario de hubris contemporánea, de tomarse a sí mismo por Falstaff, no solo en el físico, reprochándole al creador las inconsecuencias y trazos más gruesos de su criatura sir John. Si se piensa bien, no es una mala manera de amar a los artistas: sentirse tan autorizado por la propia devoción, por la fidelidad obsesiva a un autor, como para —en un delirio que la literatura es muy capaz de abonar— creerse con derechos de mímesis, de entendimiento privado, de usufructo. Yo he conocido en mi vida a madames Bovary practicantes, a un Max Estrella que impartía doctrina epicúrea por Malasaña, a una seguidora catalana de la marquesa de Merteuil, y a un par de alter egos del capitán Ahab, solo que de agua dulce.Difícil la tarea de añadir algo de alguna sustancia a la grandeza de Shakespeare, pero no cejamos en ello, los angustiados también, los lectores en casa, los directores de escena en sus provincias, los que una noche soñamos con él ilimitadamente y nos despertamos relegados a la mera condición de incondicionales. Lo que pasa es que somos multitud, una de las legiones más numerosas y activas de la historia de la literatura, y un primer punto nos distingue. La obstinación en Shakespeare tiene algo peculiar, que la separa, por ejemplo, de la que sentimos por Cervantes (y bueno es separar en algo a este tándem en el año de su paridad solemne). El apego a Cervantes, por mucho que les duela, y con razón, a los cervantistas, es a una sola obra, que por sí misma le hizo el más grande novelista desde que el mundo existe hasta que nació Flaubert. Sabemos, sin embargo, que las Novelas ejemplares trascienden, en su sutil amalgama de invención y lección, el molde de “nuestro español Boccaccio”, como le llamó Tirso de Molina; que su producción dramática ni mucho menos merece el “perpetuo silencio” al que él mismo la condenó por escrito, despagado por la primacía del “monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega”; que los mejores de sus entremeses son purgantes de una medicina cómica que iguala en sus efectos la de algunas escenas de Don Quijote y anuncia la de Molière; y que Los trabajos de Persiles y Segismunda tiene la mejor prosa lírica de su época, incapaz, a mi juicio, de aliviar el fárrago del concepto. El culto a Cervantes se concentra en mil cien páginas (descontando las notas) y en un título. No es un baldón, pues lo mismo les pasa a Milton o a Dante, a Proust, a Clarín.
Difícil la tarea de añadir algo de alguna sustancia a la grandeza de Shakespeare, pero no cejamos en ello los que una noche soñamos con él ilimitadamente y nos despertamos relegados a la mera condición de incondicionalesShakespeare seduce, al contrario, por acumulación, por derroche, por diseminación, y no se trata de pesar sus versos para medirlos con las cantidades de otros. El mundo por el que le somos tan fieles está hecho de facetas, de opulentos retales, que ostentan además, con un descaro posiblemente inigualado en la historia del genio (antes de que llegara Picasso), la impronta de lo anterior, el arte del refrito; de las al menos treinta y siete obras que escribió, sólo tres, Sueño de una noche de verano, Vanas penas de amor y La tempestad, desarrollan —con algún pequeño préstamo o cita— una materia argumental enteramente concebida por él. En todas las demás, el autor parte de historiales, crónicas, leyendas, cuentos antiguos y contemporáneos, poemas y tratados grecolatinos, que combina y refunde a su manera sublime, en una variedad de registros sobradamente conocida.En esa teoría de conjunto no queda elegante, si se quiere ser justo con él, llamarle, por ejemplo “el genial autor de Hamlet”, como si esa obra fuera el buque insignia de una flota de naves auxiliares. La tragedia, no pocas veces cómica, del joven príncipe danés, ese lector incansable del libro de sí mismo (o “alto Signo viviente”, como prefería llamarle Mallarmé), resuena en la conciencia, incluso en la de los que no lo han leído, y alimenta la imaginación posterior tanto como lo hacen Edipo, Antígona, Ulises o Alonso Quijano. Pero estamos al mismo tiempo hablando de una pieza dramática a la que por consenso general se le amputa en sus representaciones (y no me refiero a las españolas más recientes, que le amputan casi todo) la mayor parte de la digresiva conversación entre Hamlet y el Primer Actor (acto III, escena segunda), y cuya construcción, descompensada en más de una ocasión y con notables anticlímax dramáticos, ha hecho en los últimos años preferir la edición Folio de la obra, que elimina muchos versos de la antes tenida por más fiable, el Segundo Cuarto.
El placer y sorpresa inagotables de adentrarse en la totalidad radica en darse cuenta de que las tragedias canónicas como Macbeth, Otelo, El rey Lear o Romeo y Julieta, además de la ya citada Hamlet, tienen a su misma altura obras menos favorecidas por la fama, como Antonio y Cleopatra, con su irresistible sitcom doméstico-amorosa inserta en un marco de alta política, como El mercader de Venecia, en la que un encantador romance sexual y una pugna racial y religiosa conviven sin chocar nunca, enriqueciéndose mutuamente, o como Troilo y Crésida, que tanto fascinó a Luis Cernuda, su traductor, y de la que Heine, indeciso entre considerarla trágica o cómica, decía “que no pertenece a ningún tipo específico de ficción”, pudiendo solo juzgarla, a falta de modelos sabidos, como “concienzudamente shakespeareana”. Lo que sucede es que este último adjetivo es muy elástico. Alcanza por originalidad incomparable a casi todas sus comedias (mi preferida es Mucho ruido para nada, y su impetuosa y locuaz Beatriz, que siempre me hace pensar en Katherine Hepburn), a dos de las llamadas problem plays como Medida por medida y Bien está si bien acaba, a sagas de historia británica como los Enriques IV y V o Ricardo II, de similar grandeza a la popular Ricardo III, sin olvidarse de las grandes last plays, La tempestad, Cimbelino, Un cuento de invierno, con sus misteriosos nudos y cifras, que llevaron a Frances Yates a su sugestiva lectura cabalística.
Shakespeare ha quedado, sobre todo en su lengua, como el acuñador de frases que han llegado al refranero británico. Eso le enaltece pero no le distingue de Homero, por ejemplo, ni de Lorca, ni, por supuesto, de Cervantes, pues nacemos sabiendo proverbios caseros o exclamaciones que proceden, lo advertimos más tarde, de Don Quijote. Más importante literariamente que ese don aforístico involuntario es que Shakespeare nunca dice lo que se espera que diga; su verbalidad y su imaginería producen a menudo estupefacción, cuando no incredulidad, y de ahí que en las traducciones sea tan necesario no “acomodarle” a la lógica; la palabra poética de muchos de sus versos no la tiene. Si hay un escritor clásico que combate el cliché es él, en un tiempo —no se vaya a pensar que esa guerra la inició Martin Amis— en que ya abundaban en el teatro y en la poesía. Él los desbarata, los hace superfluos, lo que explica el perjuicio que su presencia en la Inglaterra isabelina les causó a otros dramaturgos y poetas de gran calidad, pero no tan alta exigencia, como Ben Jonson, Ford o Fletcher, que a su lado pueden resultar trillados.
La palabra poética de Shakespeare es la clave, pero ese deslumbramiento versal puede ofuscar su matriz novelesca. En un reciente libro publicado por Oxford University Press, Circumstantial Shakespeare, la estudiosa Lorna Hutson reivindica al fabulador, sin menospreciar naturalmente el talento para definir a sus characters, esa infinita gama de personajes de toda laya que pueblan sus comedias y dramas, y en la que la brevedad de un rol de enterrador, de sicario, de borracho o de camarera, no es óbice para que el escritor les dote de elocuencia, carácter, pensamiento, ocurrencia, haciéndolos eslabones de una infinita cadena del ser que les engarza con los protagonistas más nombrados, reyes rufianes o rectos, príncipes desdichados, damas sesudas, princesas inocentes, generales, tribunos, sabios. Hutson, sin embargo, pone un marcado énfasis en la importancia del plot, algo más que un argumento o trama, en buena parte de las piezas. La riqueza de la peripecia, que ella designa con la palabra latina fabula, abierta en sus significados no sólo al apólogo sino al rumor popular y la conversación de la calle, tiene en el repertorio de Shakespeare una impresionante variedad de giros, de saltos, de sorpresas, de golpes de efecto, de atrevidas construcciones narrativas. El libro citado examina, por ejemplo, el empleo en Macbeth y Julio César de acciones que se desarrollan, según el lenguaje escénico, “entre cajas”, y que la gente de cine llama “fuera de campo”; un medio de avance del relato que a la vez amplía el espectro de lo sucedido, sacándolo del cerrado espacio de la caja escénica.
Eso, entre otras cosas, explica el que, además de crear una secta de hechizados, Shakespeare encandile o guste sin exclusión a todos los públicos, incluso a los que no lo leen ni oyen y solo lo conocen a través de un cuadro o una adaptación cinematográfica, por vulgar que sea. Shakespeare puede con todo.