La existencia y sus paradojas
Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente
Ramón Andrés
Acantilado
512 páginas | 24,90 euros
Los modernos psiquiatras asocian el suicidio a una patología previa, convirtiendo en enfermos a todos los que deciden abandonar el mundo por voluntad propia. Darse muerte sigue siendo un tabú que incomoda, señala o avergüenza, pero no todas las épocas han juzgado de igual manera esta resolución drástica e irrevocable, la más grave de cuantas puede adoptar el ser humano en relación con su propio cuerpo, contra sí mismo. La percepción del suicidio no ha sido siempre la misma y la noción imperante en nuestros días está demasiado condicionada por esa asociación entre la renuncia a la vida y los desarreglos mentales, una simplificación tal vez interesada, extrañamente consoladora. Autor de valiosos estudios sobre música, filosofía, mitología o literatura, Ramón Andrés ya publicó una Historia del suicidio en Occidente (Península, 2003) donde abundaba en la idea sobre la que ahora, en la nueva edición de un trabajo revisado a fondo, ha vuelto en Semper dolens, para enfrentarse otra vez a “un mundo en el cual todo es pregunta, antagonismo y límite”. En la Nota preliminar dice el ensayista que su nuevo editor, el fallecido Jaume Vallcorba, comprendió que “no se trataba de un libro sobre la muerte, sino, bien al contrario, sobre la existencia y sus paradojas”.
Las razones de los suicidas, sostiene Andrés, no han variado a través del tiempo, pese a las diferencias derivadas del progreso material o las condiciones de vida, porque son tan elementales como la desesperación o la incertidumbre, el cansancio o el miedo. No cambian los motivos pero sí la mirada con la que las distintas sociedades —los escritores, los artistas, los filósofos, los teólogos, los científicos o los jueces— han abordado un asunto espinoso, como opción legítima o hasta valerosa, mal vista pero admisible o directamente abominable. Por lo general, los pueblos antiguos —según un hallazgo reciente, Gilgamesh, el héroe fundacional de la epopeya mesopotámica, se suicida ritualmente junto a su familia—, incluidos los hebreos o los primeros cristianos, no condenaban la mors voluntaria en determinados supuestos, a menudo ligados a las prácticas religiosas, aunque tanto los griegos como los romanos restringieron su aceptación a casos especiales. La Edad Media se mostró mucho más severa y la influencia de la Iglesia fue determinante en este cambio de orientación por el que los suicidas pasaban a ser execrados como pecadores de la peor especie, puesto que los hombres —al contrario de lo que afirmaban los estoicos, que defendieron abiertamente la libertad de escoger el momento de la muerte— no son dueños de su propia vida. El Renacimiento vuelve a los clásicos —o más bien los sueña— y la secularización de los ilustrados aleja el anatema de los clérigos, pero es el XIX el que por un lado idealiza la figura del suicida romántico y por otro comienza a vincularlo al desvarío.
La erudición de Andrés, verdaderamente enciclopédica, va pareja a su capacidad para desplegar una prosa fluida y elegante que convierte el recorrido, pese a lo escabroso del asunto, en una experiencia tan grata como aleccionadora. Lejos de veleidades polémicas, el autor elabora un discurso documentado, lúcido y respetuoso que habla con naturalidad y delicadeza del dolor físico o moral —el semper dolens del título recoge un juego de palabras del músico y compositor John Dowland— como de una parte esencial de la vida humana. Desde que llamamos depresión a la melancolía —por cierto que la célebre Anatomía de Robert Burton no recoge todavía la palabra suicidio, un neologismo acuñado por Thomas Browne— y pensamos que la tristeza debe combatirse con fármacos, nos hemos vuelto tan intolerantes a la desdicha que no aceptamos que pueda afectar a individuos sanos para los que vivir se ha hecho intolerable.