Contra el silencio
Ligada a la corriente del neobarroco latinoamericano, ‘José Trigo’ es una novela exuberante, prodigiosa en su elaboración formal, compleja, sensual, lúdica y riquísima
Entre 1959 y 1966, Fernando del Paso, cuya edad apenas transcurría entre los 24 y los 31 años, escribió una de las novelas más deslumbrantes de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX: José Trigo.La de los años sesenta fue una década extraordinaria en la historia de la novela hispanoamericana. Basta con recordar que en 1962 Alejo Carpentier publicó El siglo de las luces y Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz; en el 63, Julio Cortázar dio a la imprenta Rayuela, y Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros; en el 65, Guillermo Cabrera Infante publicó Tres tristes tigres; José Lezama Lima, Paradiso en el 66 y Gabriel García Márquez, Cien años de soledad en el 67.
Tal es el portentoso entorno que rodea la publicación, en 1966, de la novela José Trigo de Fernando del Paso. Se trata de una obra precoz, que habría de ser la primera de una sucesión de grandes novelas, separadas cada una de ellas por una década de sostenido trabajo escritural. Independientemente de que se le ubique o no en la nómina de las novelas que representaron el boom de la literatura hispanoamericana, José Trigo es una obra que participa del auge de nuestra novelística; que amplía el acervo de nuestro patrimonio literario y que coincide con el proceso de renovación de nuestras letras, si no es que en muchos aspectos se adelanta a él.
En primer lugar, habría que decir que en esta novela Fernando del Paso no se circunscribe a la referencialidad histórica de las guerras cristeras de los años veinte o del movimiento ferrocarrilero de los años 59 y 60, que constituyen el trasfondo de su relato, sino que ilumina, con la imaginación, esas zonas oscuras de nuestro pasado nacional y nos entrega una realidad más real, si se quiere, que la que le sirvió de punto de partida, pues sobre los referentes históricos “objetivos” añade el imaginario de la colectividad: los sueños, los mitos, los recuerdos, las ideas, las esperanzas, las creencias de la población.
En concordancia con la modernización del género, José Trigo incorpora una enorme variedad de discursos diferentes que hacen de la novela un texto rico y multiforme. En ella tienen cabida las explicaciones tecnológicas de la industria ferroviaria y las coplas más tiernas de la lírica popular, la recreación de los mitos prehispánicos fundacionales, las narraciones bélicas y la poesía elegíaca, la oda y el testimonio, la geografía fantástica y la microhistoria…
Tras el esfuerzo totalizador de Carlos Fuentes, quien, con La región más transparente, le dio voz a nuestra urbe, la novela de Fernando del Paso se concentra en uno de los barrios más cargados de historia de la ciudad de México: Nonoalco-Tlatelolco. Esta zona, que había sido cantada por la poesía lírica náhuatl y descrita por la asombrada pluma de los conquistadores, es recreada en la novela de marras tanto en su dimensión histórica como en su viva modernidad: desde el mercado prehispánico hasta los campamentos de los ferrocarrileros, pasando por las fundaciones coloniales y su emblemática plaza no en vano llamada en nuestros tiempos de las Tres Culturas, donde a poco de la publicación de la novela habría de desencadenarse una de las represiones más brutales de nuestra historia contemporánea.
Pero acaso la contribución más notable de José Trigo a las letras mexicanas es el lenguaje, que, como lo han dicho diversos críticos, desempeña el papel protagónico de la novela; un lenguaje generoso, cuyo vocabulario se regodea en la utilización de los términos específicos de cada campo semántico, lo mismo el ferroviario que el militar, el de la flora que el de la fauna, el de la arquitectura y la gastronomía que el de la geografía y la música; pero también un lenguaje vivo, cambiante, efervescente, elástico, generador de nuevas formas, neológico, lúdico, poético, libérrimo.
Muchos y de muy diferente jaez son los afluentes que desembocan en la primera y caudalosa novela de Fernando del Paso. Las descripciones de las batallas cristeras recuerdan, por su minuciosidad y su dramatismo, a los grandes novelistas de las guerras napoleónicas —Tólstoi, Stendhal, Pérez Galdós—, pero además de la novela histórica europea del siglo XIX, están presentes las obras de los escritores mexicanos que se han ocupado de plantear los problemas sociales y políticos de su tiempo, como Mauricio Magdaleno, Fernando Benítez y, sobre todo, José Revueltas, o que dieron cuenta del convulso acontecimiento de la Revolución mexicana, ya desde la inmediatez testimonial a la manera de Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán, ya desde la perspectiva histórica, a la manera de Agustín Yáñez o Juan Rulfo. Del autor de Pedro Páramo, Del Paso hereda la capacidad de ampliar las escalas y categorías de la realidad para hablar no sólo de los sucesos históricos, sino de su trascendencia en el alma de la colectividad, con todo lo que ello trae aparejado de mito y de fabulación.
En la novela tienen cabida las explicaciones tecnológicas y la lírica popular, la recreación de los mitos prehispánicos fundacionales, las narraciones bélicas y la poesía elegíaca, la oda y el testimonio, la geografía fantástica y la microhistoriaLa novela también recrea las mitologías cosmogónicas prehispánicas, tanto las de origen náhuatl como las mayas recogidas en el Popol Vuh. Y qué decir de los clásicos castellanos, que Del Paso hizo suyos e incorporó a su vasto patrimonio verbal: la desnudez de Quevedo y el ropaje de Góngora; los amoríos del Arcipestre de Hita y de La Celestina y las triquiñuelas de la novela picaresca; las utopías de Gracián y la multiplicidad discursiva del Quijote. Y la influencia determinante de Joyce: la exacerbación del lenguaje, la reinvención de los clásicos, la rearticulación de la ciudad.La referencialidad predominantemente literaria a la que he aludido ubica la obra de Fernando del Paso en la tendencia literaria que Severo Sarduy, en 1972, denominó neobarroca. En el ensayo titulado “El barroco y el neobarroco” que César Fernández Moreno recogió en el libro América latina en su literatura, el ensayista y narrador cubano señala la supervivencia o la renovación, en nuestra narrativa, de la estética imperante en la España del siglo XVII y en sus posesiones de ultramar, donde se prolongó durante todo el siglo XVIII. Es una narrativa caracterizada por la exuberancia, el artificio, la carnavalización, la abundancia, la complejidad, la riqueza formal y, sobre todo, por la intertextualidad, esto es la incorporación en el discurso propio de referentes textuales en principio ajenos a la obra, en que se sustenta el discurso paródico. Si bien es cierto que Sarduy alude a la novela latinoamericana contemporánea en general, también lo es que centra su análisis en algunas de las obras de los escritores cubanos más representativos de su momento: Carpentier, Lezama, Cabrera Infante. Ignoro si Sarduy conocía la obra de Fernando del Paso cuando escribió su ensayo, pero lo que sí puedo decir es que José Trigo podría ilustrar a cabalidad su tesis. Además de la referencialidad literaria que ya he señalado, esta es, como las obras propias del neobarroco latinoamericano, una novela exuberante, lujosa no sólo para relatar los grandes acontecimientos históricos, sino también para entretenerse en los detalles más nimios e insignificantes; prodigiosa en su elaboración formal, compleja, sensual, lúdica y riquísima.
El horror al vacío, que suele invocarse como santo y seña del barroco, se ve colmado en José Trigo con un discurso pletórico que nos devuelve, verbalizada, es decir creada, una parte de nuestra historia largamente sometida al silencio.