El turno del relevo
A uno y otro lado del Atlántico, los jóvenes cronistas mantienen vivo ese lenguaje o ese género, esa pregunta o esa forma de enfrentarse tanto a la literatura como a los hechos
En Mejor que ficción. Crónicas ejemplares, la antología que edité en Anagrama, me propuse cartografiar la literatura documental en nuestra lengua, a partir de veintiún cronistas significativos de este cambio de siglo. La idea era reunir a escritores vivos con una obra que los avalara y que estuvieran rabiosamente en activo. La idea era, también, representar las tendencias y las áreas culturales más relevantes de un fenómeno que tal vez comenzara con la publicación, en 1992, de Larga distancia, el libro de Martín Caparrós (pues la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano fue creada en 1995 y la revista Etiqueta negra, en 2002). Para ello reuní nombres indiscutibles, como los de Juan Villoro, Alberto Fuguet, Leila Guerriero, Alberto Salcedo Ramos, Edgardo Rodríguez Juliá, Pedro Lemebel o el mismo Caparrós, con otros tal vez menos evidentes, pero que también representan modos relevantes de ejercer la no ficción, como Guillem Martínez, María Moreno, Rodrigo Fresán, Jordi Costa, Jaime Bedoya o Gabriela Wiener. La autora de Nueve lunas representaba, junto con Juanita León, Cristian Alarcón y Maye Primera, la generación más joven, la nacida en los setenta. Ahora que han pasado cinco años desde que terminé ese proyecto, me pregunto qué otros nombres, nacidos en esa misma década o en la siguiente, incorporaría a la selección. Quiénes son los jóvenes autores documentales. Los que mantienen vivo ese lenguaje o ese género o esa pregunta o esa forma, en fin, de enfrentarse tanto a la literatura como a los hechos: el turno del relevo.Para mi sorpresa, a menudo me encuentro con lectores latinoamericanos que creen que el fenómeno es exclusivamente americano, como si no existiera una tradición española con nombres propios como Josep Pla, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo o Marcos Ordóñez. Yo diría que lo que no existe aquí es la misma conciencia que en América Latina de la necesidad de defender el periodismo y de cultivarlo con la ambición de la literatura. Esa conciencia que sí potenciaron Rodolfo Walsh, Gabriel García Márquez o Tomás Eloy Martínez y que fue asumida por sus herederos. Pero la herencia también se puede rastrear en España. No es casual que Ander Izagirre (1976) se fije, al final de su Cansasuelos. Seis días a pie por los Apeninos (2015), en el peregrino Santiago, porque “en él reconocemos lo que nos ha traído hasta aquí: el gusto por las historias con rodeos, unos pies hinchados, brutos, felices”. Contador de historias nato, el año pasado recibió el Premio Europeo de Prensa por una crónica sobre crímenes militares en Colombia. También ha escrito sobre Pakistán, el Tour de Francia, Chernobil o su abuela: nada humano le es ajeno. Tanto Alba Muñoz (1985), que publicó en la antología de María Angulo Crónica y mirada (2014) un capítulo de su trabajo inédito sobre el tráfico de mujeres en Bosnia-Herzegovina, y que nos cuenta en la revista PlayGround sus viajes a Sri Lanka y otros destinos no menos exóticos, como el africanista Xavier Aldekoa (1981) o el mismo Izagirre pertenecen a esa nueva promoción de cronistas españoles que han hecho del viaje su ética y su poética. Son más herederos de cosmopolitas como Caparrós (o Pla) que de cronistas castizos como Francisco Umbral (referencia indudable de otros escritores de no ficción españoles nacidos en los setenta y los ochenta que también hay que tener en cuenta, como Manuel Jabois o Juan Soto Ivars), porque ya no tiene ningún sentido hablar de tradiciones exclusivamente nacionales.
La línea que dibuja con su vida y con su trabajo Álex Ayala Ugarte (1977) evidencia esa porosidad de fronteras. Nació en Vitoria, se formó en el País Vasco, pero ha crecido como profesional en Bolivia, hasta convertirse en uno de los jóvenes cronistas en español con más proyección. Los mercaderes del Che y La vida de las cosas (2015) antologan cuentos sin ficción que encuentran historias extraordinarias en las ciudades informes y las cordilleras del Cono Sur, como la del sastre de Evo Morales o la del turismo por los lugares en que pasó sus últimos momentos el Che Guevara, condenado a muerte sin saberlo. Como Carlos Manuel Álvarez (1989), que podría pasar a la historia como el primer cronista de la historia de Cuba —pues no se puede ejercer el periodismo sin libertad de expresión y él lo está haciendo en estos momentos de transición—, Ayala Ugarte se ha formado en los talleres de la FNPI (acudió a los de Jon Lee Anderson, o Francisco Goldman). Esa misma institución galardonó en la última edición de los Premios Gabriel García Márquez un trabajo del argentino Javier Sinay (1980), autor de dos libros de no ficción criminal, Sangre joven (2009) y Los crímenes de Moisés Ville (2013), que de hecho está vinculado con otro centro de operaciones de la última crónica latinoamericana, la Fundación Tomás Eloy Martínez de Buenos Aires.
A menudo me encuentro con lectores que creen que el fenómeno es exclusivamente americano, como si no existiera una tradición española con nombres propios como Pla, Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo o Marcos OrdóñezSinay no es uno de los autores que antologó Maxi Tomas en La Argentina crónica (2008), donde sí aparecen otros nombres de referencia, también nacidos en los setenta, como Daniel Riera o Josefina Licitra, porque todos los mapas son variables, también los literarios. A esa nómina, discutible e incompleta como todas, se podría añadir a Luciana Mantero, autora de Margarita Barrientos. Una crónica sobre la pobreza, el poder y la solidaridad (2011), o a Leonardo Faccio, cuyo Messi (2011) ha sido traducido a dieciséis idiomas. De otro satélite de ese planeta y de esa misma generación, el escritor Daniel Alarcón, surgió Radio Ambulante, que ha llevado el reportaje narrativo a la forma del podcast. Una de las piezas del mosaico digital de medios que apuestan tanto por la crónica como por las nuevas firmas, junto a Negratinta, Altaïr Magazine, Revista Paco, FronteraD o Anfibia, entre otras revistas.La crisis española ha provocado un cambio radical en los circuitos en que tradicionalmente se han movido los autores jóvenes en lengua española. Si durante décadas desde las capitales de América Latina, además de viajar por el propio continente, se dirigieron a París y, a partir de los años sesenta, a Madrid o a Barcelona, yo diría que en los últimos años Europa ha dejado de ser interesante como destino profesional, y que las metrópolis americanas, del norte y del sur, son las que centran las migraciones intelectuales. Muchas de ellas, a causa de los cambios políticos, que son económicos, que son los de la Historia. La historia ha hecho que el venezolano Albinson Linares (1981), autor de El último rostro de Chávez (2014), se haya mudado a Ciudad de México, donde trabaja en The New York Times. También ha obligado a Diego Osorno y a Marcela Turati —en el ámbito de la crónica periodística— o Carlos Velázquez —en el de la crónica autobiográfica, con El karma de vivir al norte (2013)— a contar la narcoviolencia (Juan Pablo Meneses reunió algunas de esas jóvenes voces mexicanas en Generación ¡Bang!, 2012). Igual que ha querido que jóvenes escritores españoles, como Ayala Ugarte, construyan su prestigio al otro lado del Atlántico (los ecos son más antiguos: nos llevan a la guerra civil). O que exista Dromómanos, un proyecto que surge del encuentro en Madrid entre la periodista mexicana Alejandra Sánchez y los periodistas españoles José Luis Pardo y Pablo Ferri, los tres nacidos en los 80. Ese encuentro los condujo a un larguísimo viaje por el continente americano. De él resultaron Narcoamérica. De Los Andes a Manhattan, 55 mil kilómetros tras el rastro de la cocaína (2015) y un premio Ortega y Gasset de Periodismo. Ese proyecto transnacional y colectivo posiblemente sea el más elocuente de este comienzo de siglo, desde la perspectiva de quienes con sus crónicas construyen el turno del relevo.