Más allá de Tahar Ben Jelloun
Pese a los esfuerzos de quienes a uno y otro lado del Estrecho se afanan por tender puentes, la literatura de Marruecos sigue siendo poco conocida entre nosotros
Quizá sea Tahar Ben Jelloun el escritor marroquí que mayor trascendencia guarda hoy día entre los lectores europeos, especialmente en Francia, donde suele residir entre escapadas a la legendaria Librairie des Colonnes de su Tánger juvenil y a su Fez natal; pero también goza de una afición española a la que rindió tributo la utilización de un verso de Vicente Aleixandre en la traducción de su novela Cette aveuglante absence de lumière (Sufrían por la luz), un escalofriante testimonio sobre el presidio más sórdido de Hassan II, publicado en 2001. Consagrado a partir de la novela La noche sagrada, con la que obtuvo el Premio Goncourt en 1987, es sumamente crítico con la realidad marroquí. Su obra, por su armazón intelectual, parece el anverso de la de Mohamed Chukri, fallecido en 2003 con 68 años, pero convertido en un símbolo de resiliencia a partir de su emblemática novela Le pan nu —traducida felizmente al fin como El pan a secas—, escrita con las tripas, como confesaba. Ácido, naturalista, escalofriante y legendario, su perfil no sólo ha inspirado novelas como Tangerina, de Javier Valenzuela, sino que ha acompañado algunos documentales —Mala calle, de Juan José Ponce o la reciente Chukri, un hombre sincero, de Driss Deiback. La conexión entre ambos mundos la asumió Juan Goytisolo que, desde su autoexilio en Marrakech, ha hilado el mundo marroquí con una España que olvida su ligazón sentimental con el antiguo protectorado Chukri tuvo un peso específico singular en las letras marroquíes del último tercio del siglo XX, pero su pronto impacto internacional obedeció tanto a la calidad de su obra como a la presencia tangerina de Paul Bowles, quien junto a William Burroughs y Tennessee Williams abrigaron la difusión de M’Hashish, la primera obra de Mohamed Mrabet, un narrador oral del Rif cuyas restantes obras gozaron de menos alcance.El siglo XXI ha despoblado la literatura marroquí de nombres tan necesarios como los de Fatema Mernisi, Driss Chraibi, Abedelkebir Khatib o Abdellah Djibilou, uno de los necesarios puentes librescos entre ambas orillas, como lo fueran en sentido inverso, Jacinto López Gorgé o Trina Mercader, difusores de la poética de Abdellatif Jatib, Mohamed Lensamani o Larbi El-Harti. Todavía alienta allí la palabra viva del periodista Ali Lmrabet, de
Ahmed Arou, de Malika Ufqir, de Abdellatif Laabi —que atesora largos años de cárcel—, de Leila Abouzeid y Abdelfattar Kilito, por no hablar de Nadia Yassin.
Esa conexión entre ambos mundos la asumió Juan Goytisolo que, desde su autoexilio en Marrakech, ha hilado el mundo marroquí con una España que olvida su ligazón sentimental con el antiguo protectorado; espacio en donde se multiplican los esfuerzos de traductores y escritores como Khaled Raisuni, editores de clásicos españoles para hispanistas marroquíes como los autores Juan José Sánchez Sandoval y Abderrahman El Fathi, o, desde Algeciras, el empeño de la poeta Paloma Fernández Gomá y su revista Tres orillas o los firmantes del Manifiesto Humanista. Uno de los divulgadores de la literatura marroquí en lengua española o catalana es el argentino Christián H. Ricci, autor, entre otros estudios, de ¡Hay moros en la costa! (y escriben libros en español); bajo cuyo paraguas incluye a Najat el Hachmi, Larbi El-Harti, Mohamed Ararou, Laila Karrouch o Sanae Chairi. A dicha relación, habría que sumar firmas como las del veterano Mohamed Chakor, Aziz Tazi, Mohamed Lahchiri, Mohamed Sibari, Larbi Messari, Mohamed Mgara, Driss Buissef y Mohamed Rekab Buissef, entre otros. A esta orilla, como ocurre con el viejo Teatro Cervantes de Tánger, se les suele ignorar. No creo que Francia los tratase así si escribieran en francés.