Traductores: traidores con causa
El fantasma del libro
Javier Calvo
Seix Barral
190 páginas | 17,50 euros
Javier Calvo no solo ha traído de manera sobresaliente al castellano algunos autores anglosajones contemporáneos fundamentales (D. F. Wallace, DeLillo, Coetzee, Zadie Smith, Palahniuk…), sino que él mismo como novelista se ha impregnado de literatura inglesa para proporcionarnos obras brillantes como El dios reflectante o Los ríos perdidos de Londres.
“Aspiramos a desaparecer. Nuestra escritura es la única que intenta que nadie se fije en ella, que quiere ser literalmente invisible, algo en lo que la mente no se detenga en absoluto”. A lo largo de las siguientes páginas Javier Calvo nos desvela que eso no es tan sencillo. Hábil siempre en contar lo literario con elementos de la cultura popular, compara la traducción a “reconstruir una casa de Lego con las piezas de otro juego de construcción. Peor todavía. De un juego de construcción extraterrestre, fabricado en un planeta donde no tienen ni idea de cómo son los juegos de construcción de la Tierra”.
A partir de ahí nos embarca en un breve pero intenso viaje didáctico que arranca con la primera traducción de la Biblia al griego por parte de 72 sabios, verdaderas figuras sagradas a los que se atribuye categoría de médiums, puesto que —como los chamanes— transfieren a los mortales la voz divina. El Renacimiento trajo un modelo de traductor que ya no era el estadista sino el poeta. Se abre una larga etapa en la que el traductor es recreador de las obras, hasta extremos que hoy día nos parecerían extravagantes o delictivos, como las traducciones de Bocaccio al inglés por parte de Geoffrey Chaucer en el siglo XIV, donde reduce los 9.896 versos de la Teseida a 2.250, o en el Filostrato alarga de 272 versos a 517. Cuenta que fue en la Francia del XVII y XVIII cuando se acuñó el término de “bellas infieles” para referirse a estas traducciones creativas. El debate que se plantea es apasionante entre los límites del traductor que cree (Borges) que se puede mejorar el original, frente a una traducción que quiere ser literal (Nabokov) que se impone en el siglo XX y llega hasta hoy día. Explica que la pretensión de una traducción “neutral” se acaba convirtiendo en algo impostado y deriva en “el español de las traducciones”. O sea, el planchado para eliminar giros locales, acentos particulares, vulgarismos y otras aristas del original, que queda como un tigre con las uñas recortadas. El tigre, claro, no tiene garra. Calvo no defiende la barra libre en la traducción con la excusa artística pero también reflexiona que “para ser fiel a menudo hay que ser muy creativo”.
También señala oportunamente las pésimas condiciones en que trabajan los traductores. En España un traductor cobra entre la mitad y la tercera parte que en Francia, Bélgica o Noruega: eso implica mala salud para la traducción o para el propio traductor.
Puestos a ponerle alguna pega al libro, señalar que igual que hay la tentación de caer en un español neutro, él ha preferido nadar en las aguas seguras del tono expositivo, que resulta muy claro pero donde se echa de menos el estimulante gamberrismo literario que gasta en sus novelas. Parece como si le pesara sobre los hombros la responsabilidad de tener que representar a toda una profesión y ha optado por ser más literal que creativo.
Un libro interesante y hurgador que plantea debates importantes para un mundo que, nos recuerda, flota sobre la traducción: desde las series de televisión, al manual de la lavadora o las directrices dictadas por la señora Merkel.