Extraños extranjeros
Enemigos de lo real
Vicente Molina Foix
Galaxia Gutenberg
560 páginas | 24 euros
Hombre de letras y no sólo de letras, como demuestran sus incursiones en la escena o sus trabajos cinematográficos, Vicente Molina Foix es además de creador en todos los géneros un observador atento y un crítico perspicaz, tanto en el ámbito de la opinión, donde no ha rehuido posicionarse en asuntos comprometidos, como en el de la reflexión ensayística. Algunos de sus títulos en este último campo se refieren al cine, medio que conoce bien y ha seguido con regularidad, pero no había hasta ahora en su bibliografía un libro que recogiera sus “escritos sobre escritores”, publicados a lo largo de más de cuatro décadas —el texto más antiguo, dedicado a Calvert Casey, data de 1969— y revisitados por el propio Molina Foix para armar un volumen que tiene mucho de recuento, aunque la selección, como él mismo explica, no da testimonio de todas sus lecturas predilectas —quedan fuera, por ejemplo, Flaubert, Proust o el muy admirado Bernhard, entre otros autores de su canon personal— ni incluye a escritores no fallecidos, siendo en este sentido, así lo llama el ensayista, un “altar de los muertos”.
El título elegido, Enemigos de lo real, alude a la realidad paralela que crea la literatura o a la consideración de los escritores como extraños extranjeros, por usar la expresión que su biógrafo Bréchon aplicó a Pessoa, seres no desligados del mundo pero vinculados a él —sugiere el autor hablando de Próspero, en las páginas consagradas a La tempestad— en tanto que soñadores, videntes o taumaturgos. Montaigne o sus lectores y Shakespeare, que se contó entre los primeros y de quien Molina Foix ha traducido tres piezas y prologado otras siete, abren una selección que dedica al segundo, viejo conocido de los años oxonienses, una parte considerable del conjunto, dispuesto en orden más o menos cronológico no a partir de la fecha de redacción sino de la época a la que pertenecen los autores abordados. Hay entre éstos clásicos indiscutibles —Cervantes, Henry James, Rilke, Valle, Virginia Woolf, Canetti, los Bowles, Isak Dinesen o el poeta Borges— y otros casi secretos —Felisberto Hernández, Arthur Cravan, Félix Fénéon o el citado Casey— que revelan un gusto no circunscrito a las obras sancionadas por los manuales. Hay como era de prever una alta presencia de nombres vinculados al teatro y un interés particular por los malditos, por el difícil arte de la comedia, por los epistolarios. Hay también escritores que fueron muy cercanos como Juan Benet, maestro para toda una generación —el propio Molina Foix, Azúa, Sarrión, Mendoza, Marías— que ha mantenido vivo el culto al estilo y la personalidad del ingeniero; Vicente Aleixandre, que aparecía como personaje en obras anteriores como El abrecartas o El invitado amargo; Guillermo Cabrera Infante, de quien el autor recuerda la fascinación que le produjo la lectura juvenil de Tres tristes tigres, o Susan Sontag, a la que dedica un homenaje póstumo donde no elude su perfil más duro.
Escritos desde la fascinación o el entusiasmo y no por ello menos rigurosos, los ensayos de Molina Foix buscan ser precisos e incitadores, abundan en datos o citas pero no despliegan esa erudición abrumadora que tiene el efecto de oscurecer, más que el de alumbrar los itinerarios comentados. A despecho de los formalistas, sus aproximaciones no evitan ni las notas de contexto ni el retrato humano —o la eventual referencia autobiográfica— y de hecho algunas se presentan como verdaderas semblanzas. El estilo conversacional y en ocasiones distendido, pero muy cuidado, caracteriza una prosa crítica que reclama para sí la amenidad de la tradición anglosajona a la que indudablemente remite, visible de igual modo —algo siempre de agradecer para los lectores poco aficionados a la solemnidad— en el uso del ingenio o la ironía.