Plural y en minúsculas
Las transiciones
Vicente Valero
Periférica
120 páginas | 15 euros
Apenas tres libros en un par de años han bastado a Vicente Valero (Ibiza, 1963) para destacarse como uno de los mejores exponentes de la última narrativa española. Habrá quien diga que otros lo logran de un solo golpe, pero admitamos que sacudirse el marchamo de poeta —tarea en la que el autor hizo sus primeras armas literarias— y adquirir credibilidad como prosista es, en nuestro país, algo más difícil de lo que parece.
Valero lo ha conseguido asumiendo una escritura muy desnuda, poco o nada efectista, y especialmente en esta última entrega, de tan patente realismo que resulta fácil caer en la tentación de buscarle fundamentos autobiográficos. La historia, no obstante y aun a pesar de su trasfondo histórico, funciona perfectamente como ficción. El punto de partida es la llegada del protagonista al sepelio de uno de sus mejores amigos de la infancia, del que se había distanciado hacía mucho. El reencuentro con otros viejos conocidos activa en él el mecanismo de la memoria, dando pie a una inevitable evaluación de su propia educación sentimental y del devenir de su comunidad en tiempos de cambios vertiginosos.
Frente a la Transición singular y en mayúsculas que en España llevamos cuatro décadas venerando, denostando o ambas cosas a la vez, el escritor nos invita a contemplar esas otras transiciones, en plural y en minúscula. Hubo una transición diferente para cada uno de los que vivieron aquellos años, vencedores y perdedores, jóvenes y veteranos. Y mientras el país se transformaba hasta quedar irreconocible —lo dijo un conspicuo político— incluso para la madre que lo parió, también se dio una transición paralela en quienes experimentaron las más radicales mutaciones de la edad, el paso de la niñez a la adolescencia. El relato histórico, hasta ahora, lo habían escrito los mayores. Con esta novela, Valero reivindica el derecho de la llamada generación de la Democracia a contar su versión.
Y para hacerlo, parece decirnos, lo primero es haber sobrevivido a aquellos tiempos. Eso es el narrador de Las transiciones, un superviviente, pero lo bastante lúcido como para entender que podría haber sido una víctima, una más, de aquella convulsa década de los 80. Ahí, más allá de contextos históricos o políticos, la novela cobra un cariz existencial. Los caminos que, conscientemente o no, escogemos o rechazamos, son nuestra salvación o nuestra condena. Pero, ¿éramos necesariamente mejores los que nos quedamos?
Por otra parte, aunque creo que no se cita en ningún momento el nombre de Ibiza, el hecho de que el escenario sea una isla pequeña, de turismo incipiente, da una impresión de aislamiento y cerrazón que podían compartir muchos lugares de la España peninsular. Lugares en los que los cambios nunca pasan desapercibidos, como tampoco lo hacen las cosas inmutables.