La guerra por la información
Vecinos cercanos y distantes
Jonathan Haslam
Trad. Gemma Deza Guil
Ariel
456 páginas | 23,90 euros
Agentes infiltrados, misiones secretas, mensajes en clave, despachos de embajada, microfilmes… Si sabemos algo de espionaje es, en buena medida, gracias a la ficción literaria. Y es curioso que sus artífices mayores, desde Graham Greene a Ian Fleming, pasando por Somerset Maugham o John Le Carré
desempeñaran, ellos mismos, labores de espía antes de dedicarse a la escritura. Algo nada casual, ya que para dominar un ámbito tan misterioso parece necesaria cierta experiencia en el sector… O, como el caso que nos ocupa, haberlo estudiado concienzudamente durante muchos años.
Si reparamos en los nombres citados arriba, veremos que se trata exclusivamente de anglosajones. Jonathan Haslam, profesor de Historia de las Relaciones Internacionales en la Univesidad de Cambridge, también habla desde el mismo lado occidental, pero su condición de experto en la Unión Soviética le ha permitido bucear en un océano de archivos y testimonios altamente reveladores, sin perjuicio de la enorme masa de información que permanece aún (y lo seguirá estando, sospechamos, por mucho tiempo) clasificada. En todo caso, Haslam ha logrado escribir una nueva historia del espionaje soviético cuya principal novedad estriba en no limitarse al famoso KGB, sino que también aborda los campos de la inteligencia militar —el Departamento Central de Inteligencia (GRU)— y el no menos decisivo servicio de criptografía y desencriptación.
Su minucioso relato arranca mucho antes de la Guerra Fría, en la misma transición del zarismo a la Revolución bolchevique, y alcanza hasta nuestros días. En él, Stalin sale bastante mal parado como el líder que no supo anticiparse a los movimientos de la Alemania nazi, entre otras políticas erráticas, al tiempo que condenaba al olvido la criptografía. Aparecen figuras legendarias como el astuto Artúzov o el célebre Kim Philby y los “cinco de Cambridge”, determinantes en los éxitos del espionaje soviético frente a Gran Bretaña y su MI-6, junto a casos excepcionales como el estadounidense Glenn Souther, fervoroso partidario de la utopía bolchevique en un ámbito cada vez más poblado de mercenarios. Asimismo, y aunque la acción exterior siempre fue un punto débil, se demuestra que los grandes logros soviéticos se cosecharon en el campo del contraespionaje, por encima de las limitaciones tecnológicas, con Yuri Totrov y su sistema para detectar agentes de la CIA como paradigma. Los éxitos se sucedieron incluso al sobrevenir, con Gorbachov, la descomposición de la URSS.
La información que se brinda daría para muchas novelas, pero no se puede decir que este libro se lea como tal. La profusión de nombres y datos exige una atención extra por parte del lector no iniciado. El estilo algo rebuscado del autor (o tal vez una traducción en ocasiones demasiado literal del texto) tampoco ayudan a la lectura ociosa, pero el interés no decae en ningún capítulo.
Sea como fuere, Haslam pone de manifiesto que la historia del espionaje y contraespionaje soviético —y postsoviético— no termina en la última página de su ensayo. El sonado envenenamiento del ex agente Alexander Litvinenko fue solo un recordatorio de que la vieja batalla por la información seguirá librándose bajo cuerda. Las recientes operaciones lanzadas contra Crimea y Ucrania oriental también remiten a prácticas de muchas décadas atrás. Los hijos reaccionarios de la Checa que surgió de las cenizas del antiguo régimen ruso están hoy al mando: al fin y al cabo, el gigante ruso está gobernado actualmente por un antiguo espía llamado Vladimir Putin.