Seis historias anómalas
Las casas de los rusos
Robert Aickman
Trad. Arturo Peral e Irene Maseda
Atalanta
320 páginas | 25 euros
Robert Aickman (Londres 1914-1981) es uno de los muchos escritores, en particular ingleses, damnificados por el recurso de la crítica a etiquetar la literatura con un calificativo omnímodo que siempre resulta insuficiente. A Aickman se le puede encuadrar en la literatura fantástica (salvo que admitamos que cualquier literatura es un artefacto imaginario); en la de terror (si aceptamos que también se puede temblar de risa o de congoja); en la de humor (si consentimos en que la hilaridad es una de las formas en que se manifiesta la crueldad) o incluso en la simbolista. Pero siempre quedará un aspecto irredento reclamando su derecho a la indeterminación, es decir, a la extravagancia. La rareza está presente en los 48 relatos que Aickman escribió a lo largo de su vida y es el ingrediente que impide sellar el conjunto de su escritura con un membrete como si fuera un producto industrial. La editorial Atalanta, que ahora publica esta nueva antología titulada Las casas de los rusos, que contiene otros seis relatos anómalos que se suman a los ya conocidos, es el principal centro de apostolado de la literatura de Aickman en español. Con anterioridad publicó Cuentos de lo extraño, con un estupendo y esclarecedor prólogo de Andrés Ibáñez.
¿Se puede temblar de miedo con los seis relatos de Aickman o, al menos, sentir, como alguien sugiere en la solapa, los pelos de punta? Se puede, por supuesto, pero quienes busquen estrictamente los deleites del terror seguramente salgan si no defraudados sí confusos y atiborrados de sensaciones paradójicas que no se pueden despachar con el nombre de una sola emoción.
Los relatos de Aickman impregnan al lector de una manera casi insensible, desde la primera frase y con una rara naturalidad, con un tipo de inquietud que unas veces deriva en el sobresalto, otras en el malestar o incluso en el sarcasmo. Tres de los mejores relatos de esta nueva entrega tienen que ver con un asunto clásico del terror: las casas fantásticas, es decir la capacidad de ciertas edificaciones no solo para rebelarse contra sus moradores sino para guardar secretos, disolver el presente o transformar sus cimientos en sustancias orgánicas. En el estupendo relato “Las casas de los rusos” las viviendas, situadas una isla remota en la tenue y gélida frontera entre Finlandia y Rusia, están colonizadas por un pasado de exterminio; en “La tolvanera” Aickman imagina una sociedad filantrópica, denominada Fondo de Construcciones Históricas, autorizada a incautarse no solo de las viviendas valiosas en peligro de destrucción sino también de la memoria de los propietarios y de sus espíritus obsesivos. En “Las manchas” la vivienda que se rebela contra la solidez de las certidumbres es una especie de cobertizo de montaña habitado por una inquietante y carnal joven y su abuelo ciego.
Pero los relatos que producen más extrañeza y cavan un recuerdo más indeleble en la memoria del lector son los que llevan el nombre de “En edad de crecimiento” y “No más resistente que una flor”. El primero es un cuento más cercano a las sátiras de Swift (me estoy acordado de Una modesta proposición) que al espíritu, por ejemplo, de Arthur Machen: la historia de dos hermanos afectados por una especie de gigantismo que los convierte en “grandes en sentido absoluto”. El segundo, es la demostración de cómo la manicura y otros cuidados estéticos pueden derivar en una dislocación entre el terror y la caricatura. Dos ejemplos de que el extrañamiento de la realidad que propone interesa a Aickman es un proceso interior más que inducido por seres fabulosos: “Los fantasmas no nos dan golpes en la cabeza; nos golpeamos solos, sin percatarnos, y los culpamos a ellos porque no nos comprendemos a nosotros mismos”.