De agente soso a celebridad pop
Quizá Ian Fleming pensó originariamente en James Bond como un mecanismo, pero no tardó en darle una serie de atributos que lo convertirían en un icono de la ficción de entretenimiento
El 15 de enero de 1952 Ian Fleming se despertó en su villa jamaicana de Goldeneye dispuesto a escribir la historia de espías que acabaría con todas las historias de espías. Primero, sin embargo, se dio un baño en el mar y desayunó unos huevos revueltos. Tenía 44 años cuando empezó a teclear la apertura de Casino Royale —“El olor, el humo y el sudor en un casino resultan nauseabundos a las tres de la madrugada”—, finalizada tres meses después, a razón de cuatro horas diarias de trabajo, hasta alcanzar las dos mil palabras, con pausas para practicar snorkel y tomarse unos cocktails. A los 56 moriría dejando atrás catorce libros —doce novelas y dos libros de relatos— elaborados siguiendo el mismo ritual. Y si bien no acabó con la novela de espías, sí que dio con la formulación del agente secreto más popular de todos los tiempos, transfiriéndole una distinción que le venía de cuna, mientras que el músculo y la acción fue una proyección de sus fantasías. Perteneciente a una familia de alcurnia —el patriarca, Robert Fleming, amasó una gran fortuna invirtiendo en la construcción de la línea férrea estadounidense—, educado en centros de prestigio tanto en Inglaterra como en el extranjero, trabajador de la banca y agente de Bolsa tirando a mediocre, Fleming habría sido una rama más dentro de un acaudalado árbol genealógico dedicado a las finanzas de no haberse cruzado en su camino la Segunda Guerra Mundial. Ejercer de asistente de un almirante de la Marina desde un despacho del departamento de Inteligencia Naval le llevó a participar en el diseño de multitud de operaciones contra las potencias del Eje, familiarizándolo con problemáticas y tácticas, ambientes y tipos, que alimentarían sus obras de ficción.James Bond se construyó a partir de la suma de diversos agentes secretos que su responsable conoció durante la guerra y los albores de la Guerra Fría, y debe su nombre a un ornitólogo americano, célebre en su campo por haber publicado la guía definitiva sobre las aves de las Indias Occidentales. Supone una jugosa ironía que un modelo heroico que concentra todo un conjunto de virtudes envidiadas por los de su género —valentía, fuerza, ingenio, labia, sex appeal…—, al tiempo que supone un epítome de la fantasía sexual femenina, fuera concebido con la idea utilitaria de servir como mero peón a partir del cual lanzar un conjunto de peripecias. Así lo confesó su creador en una entrevista concedida al semanario The New Yorker en 1962. “Cuando empecé con el personaje quería que Bond fuera extremadamente soso y falto de interés, un hombre al que le ocurrían cosas”.
James Bond se construyó a partir de la suma de diversos agentes secretos que su responsable conoció durante la guerra y los albores de la Guerra Fría, y debe su nombre a un ornitólogo, célebre por una guía sobre las aves de las Indias OccidentalesQuizá Fleming pensó originariamente en su agente del MI6, amén de comandante en la reserva de la Marina Real igual que él, como un mecanismo, pero no tardó en rellenarlo con una serie de atributos que pavimentarían su conversión en un icono de la ficción de entretenimiento. En un sentido metafísico, Bond es una suerte de dios al tener la potestad de decidir sobre la vida de otras personas. Su calidad de agente con el máximo grado de entrenamiento y autorización, le otorga esa “licencia para matar” que, traducida a código, es el doble cero que identifica su rango (el 7 indica que fue el séptimo en recibirla). Bond es un soldado, solo que en vez de uniforme militar, luce smokings, y en vez de un tanque o un caza, pilota un Aston Martin. En un sentido antropológico, Bond es un macho alfa. Sus atributos son los propios del líder de la manada: decidido, arrojado, alerta, dispuesto a batirse el cobre por los suyos… En un sentido cultural, Bond es una versión sui géneris del superhéroe pop. Con sus fuerzas y sus recursos sale al auxilio de la humanidad y completa exitosamente buenas causas/hazañas vetadas al común de los mortales, esto queda en evidencia a través de dos factores: 1) Su tendencia a mantener una doble identidad. Al ser enviado a una misión especial, adopta una falsa como tapadera. El espía supone la versión más terrenal y rasa del superhéroe. Bond no cuenta con un traje mágico ni con poderes que no son de este mundo, pero sí con una serie de gadgets de tecnología punta. 2) Los archienemigos de 007 se miran en el espejo de los grandes villanos de los superhéroes. La malignidad y excentricidad de unos y otros son parejas. Las grutas subterráneas donde urden sus fechorías el Dr. No y el Lex Luthor de la serie Superman podrían haber tenido detrás al mismo diseñador de interiores. En un sentido metafísico, Bond es una suerte de dios al tener la potestad de decidir sobre la vida de otras personas. Es además un soldado, solo que en vez de uniforme militar, luce ‘smokings’, y en vez de un tanque o un caza, pilota un Aston MartinSin embargo, más que todas las cuestiones sesudas que analizó Umberto Eco en su aproximación semiótica a 007, son los detalles que envuelven al personaje, los elementos que adornan su carácter y los ambientes en que se mueve, los que han calado más hondamente en el imaginario colectivo, cimentando su naturaleza pop y perpetuando su popularidad. Entre las aficiones de Ian Fleming estaban los coches deportivos, el golf, los viajes, y las mujeres guapas. A través de su célebre creación literaria sublimó un modo de vida desenfadado y lujoso, que servía de contraprestación por todos los sacrificios realizados sirviendo a la reina. Aunque huérfano y puntualmente dado a algún devaneo melancólico —la honda introspección psicológica no llegaría hasta los últimos títulos de su encarnación cinematográfica bajo los rasgos de Daniel Craig—, James Bond es un hedonista nato, un bon vivant que sabe cómo se sirve un buen martini y la temperatura idónea del champagne. Pese a que la corrección política haya podido censurar el sexismo del personaje por la representación de la mujer como instrumento para su desahogo sexual, o como némesis psicópata, la belleza femenina constituyó, junto al exotismo de ciertas localizaciones, la piedra angular de una estrategia de generación de envidia/sueño emulador que explica en gran medida el alcance del mito. Los espías de Graham Greene, John Le Carré o Eric Ambler acarreaban traumas y dudas morales, el de Fleming saltaba a la siguiente misión sin cicatrices, o las purgaba en manos de alguna rubia, o las ahogaba en el fondo de una copa de Bollinger. Para él, la Guerra Fría fue menos fría.Ian Fleming, que fue periodista en la Agencia Reuters y The Sunday Times, aspiró a escribir thrillers con el corazón literario, conduciendo a la novela de espías a ese mismo maridaje de lo lúdico y lo sofisticado que sus admirados Chandler y Hammett habían conseguido para el género negro. En 2008, con motivo de la celebración de los fastos por el centenario del nacimiento del autor, se estimó que se llevaban vendidos más de cien millones de ejemplares de sus libros y que la mitad de la población del planeta había visto al menos una película de James Bond. La marca Bond —celosamente controlada por las sobrinas del escritor, directoras de la empresa Fleming Family & Partners, con oficinas en Londres, Moscú, Zúrich, Vaduz y Hong Kong— ha seguido viva hasta hoy con novelas autorizadas que resucitan al agente —la primera fue Colonel Sun de Kingsley Amis en 1968— y no autorizadas, blockbusters en la pantalla grande, spin-offs editoriales —Moneypenny tiene su propia serie—, incontables parodias (Austin Powers) y revisiones anabolizadas (Jason Bourne). La maleabilidad de 007, su capacidad de ir mutando sin perder el alma, es lo que lo convierte en un clásico y lo hace eterno. Y luego están los fenómenos cuasi paranormales, en los que ya no profundizaremos: John Fitzgerald Kennedy y Lee Harvey Oswald leyeron sus aventuras en la víspera del magnicidio de Dallas.