Una filosofía habitada
En el café de los existencialistas
Sarah Bakewell
Trad. Ana Herrera Ferrer
Ariel
528 páginas | 22.90 euros
Menos ligero de lo que sugieren la cubierta y el llamativo subtítulo de la edición española, que habla de sexo y cigarrillos pero no menciona los fundacionales cócteles de albaricoque, el nuevo ensayo de Sarah Bakewell reafirma el talento de la autora australiana para la divulgación y su capacidad, ya demostrada en su exitoso libro sobre Montaigne, para trasladar al lector no especialista los debates de la filosofía. Pese a su ambicioso propósito de abordar el pensamiento y la personalidad de los escritores retratados, En el café de los existencialistas es una obra amena, sigue un hilo narrativo y no elude las semblanzas, las anécdotas o las notas de época, pero tampoco renuncia a plantear la complejidad de los temas que los ocuparon ni pretende simplificar sus ideas, tan cambiantes como vinculadas a las traumáticas vicisitudes del siglo.
La historia, que en realidad son varias, tiene un origen muy preciso. Bakewell data el nacimiento del existencialismo moderno el día, poco antes de la llegada al poder de los nazis, en que Raymond Aron, un antiguo condiscípulo llegado de Berlín, les habla a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir de su descubrimiento de la fenomenología, aduciendo que los propios cócteles que están tomando servirían como objeto de estudio. Los tres veinteañeros se entusiasman con la idea de prescindir de las teorías abstractas para ir “a las propias cosas”, formulación tomada de Husserl que se convertiría casi en un grito de guerra. De este último, el maestro repudiado de Heidegger, aprendieron a desconfiar de las especulaciones intelectuales para dirigir la mirada a la experiencia: “Mi vida y mi filosofía —anotaría Sartre en su diario— son una y la misma cosa”. Era lo que la joven Iris Murdoch, que pasó un periodo de fervor existencialista en el que llegó a escribir un libro sobre el autor de La náusea, llamó “una filosofía habitada”.
Junto a la insistencia en la responsabilidad individual, ajena a la tutela o la sanción de cualquier autoridad, el existencialismo defendía la libertad —ejercida a través de la cadena de elecciones constantes que implica vivir de una manera auténtica— como el rasgo más específicamente humano. El precio a pagar era la angustia, esa ansiedad de la que ya hablara Kierkegaard —el gran precursor, junto a Nietzsche— y cuyos efectos no deben asociarse a la imagen caricaturesca del pensador atormentado. La moda, porque lo fue, apuntaba más bien a una resolución compatible con el apasionamiento y de hecho su éxito espectacular entre la juventud de los cuarenta se debió a que la escuela proponía no sólo una novedosa forma de pensar, sino también un modo de vida asociado a las relaciones abiertas, el mundo de los cafés o los clubes nocturnos —las cavas, el jazz, los alcoholes, las deshoras— y una actitud de rebeldía e inconformismo frente al orden establecido, extensible a los comportamientos e incluso al atuendo.
París y el círculo de Sartre y Beauvoir, que incluía a otros carismáticos personajes como Albert Camus o Maurice Merleau-Ponty, ocupan el centro emocional del libro, pero el protagonismo de la famosa pareja es compartido por un Heidegger estigmatizado por sus veleidades nazis, tan progresivamente oscuro como a la postre ineludible. Bakewell contrasta la fascinación juvenil que ella misma sintió por los existencialistas con una relectura de madurez que no los presenta como pensadores ejemplares, aunque celebra su vitalismo, sus inclinaciones libertarias y su idea de la autenticidad. Manteniendo su simpatía hacia Sartre, pese a la deriva filocomunista que lo convirtió en un dogmático, reserva los mayores elogios para las contribuciones de Camus, paradigma de la honestidad intelectual, de Merleau-Ponty, el “filósofo feliz de las cosas como son”, o de Beauvoir, cuya reivindicación del segundo sexo ha mantenido intacta su vigencia.