Los años italianos
Rey de Nápoles y Sicilia desde 1734 a 1759, Carlo di Borbone es recordado por sus antiguos súbditos como el monarca que les devolvió el orgullo de un reino independiente
Sobre el entramado de pueblos y culturas que es Nápoles, hay un período en la historia de la ciudad que todos los napolitanos coinciden en señalar como uno de los más constitutivos de su identidad, la época de Carlos III. El amor de los napolitanos por su soberano se deja notar desde el primer momento. Para ellos, Carlo di Borbone es su mejor espejo. Y es una memoria que está tan viva en el pueblo llano como en las clases más instruidas. Lo es para el taxista que nos recoge en el hotel y lo es igualmente para el profesor de Agronomía que nos recibe en el Palacio de Portici, y que se dispone a enseñarnos las habitaciones que ocupaban Carlos III y su mujer María Amalia de Sajonia. Las antiguas estancias cerradas a las visitas, algunas en un estado más que lamentable, nos hablan de un pasado amor por la belleza y de un esplendor al que hoy no se puede menos que mirar con dolor.La Reggia di Portici, hoy sede de la Facultad de Agronomía de la Universidad Federico II, se construyó en su día como recreo de caza de Carlos III, pero enseguida se convirtió en el lugar favorito de la reina. Con ocasión de las obras del Palacio, aquí se descubrieron los primeros restos arqueológicos de la ciudad de Herculano, que yacía bajo las cenizas del Vesubio. Muy poco después no tardaría en aflorar Pompeya. ¿Fue una casualidad o una providencia que Carlos III quisiera construir su palacio allí? El caso es que a este hecho debemos no sólo los descubrimientos de Herculano y Pompeya, y, como consecuencia, una de las más sabias decisiones de Carlos III, que convirtió de inmediato la excavación de las ruinas y su conservación en un asunto de estado de primera importancia. En Portici se alojó el primer Museo de Herculano, que custodiaría con extremo celo y catalogación inigualable para la época, las piezas halladas en las sucesivas excavaciones, y que mucho después se trasladarían al Museo Arqueológico de Nápoles.
También en Portici, siguiendo a nuestro anfitrión e internándonos en los salones privados del soberano, entre muros por los que hoy chorrea inconsolable la humedad, descubrimos un hermoso escritorio de madera y mármol sobre el cual nuestro guía nos asegura que Carlos III se sentaba a escribir sus poemas. ¿Pero era poeta Carlos III? Amante de la caza desde luego, hasta el punto de llegar a la obsesión, y conocedor y admirador del arte, la música y la arquitectura de su tiempo, eso lo sabemos. ¿Pero poeta? Nuestro anfitrión lo da por seguro, y nosotros, privilegiados visitantes, no vamos a dudarlo.
En el imaginario de los napolitanos Carlos III es el summum de la sensibilidad y la cultura, un mecenas de la Ilustración, un refinado español de nación que se hace toscano de educación, y no se equivocan. Rey de Nápoles desde los veinte años, Carlos III se convierte a la ciudad desde el momento en que entra en ella, sin dejar de ser desde entonces un napolitano de pro. Cuando, a los cuarenta y nueve años, el deber de la sucesión del Reino de España lo llama a la corte de Madrid, Carlos es un hombre maduro, experimentado, que lo ha aprendido todo en Nápoles y que jamás dejará de suspirar por estos aires y este mar.
Así que el amor de los napolitanos por su rey no es infundado. Carlo di Borbone es recordado como el gran rey que les trajo la modernidad y les devolvió el orgullo de un reino independiente. Nápoles lo era de antiguo, desde el dominio de los Anjou, en 1200, siguió siéndolo en la época en que el reino pasa a manos de los aragoneses y también gozó de gran autonomía en los dos siglos y medio de dominio de la corona española. Pero cuando Carlos entra en la ciudad, con 18 años, y la gana a los Habsburgo con las tropas que le envía su padre Felipe V de España, se erige como rey de un reino independiente, convirtiendo la conquista en una liberación y consiguiendo la mayor de las victorias que un gobernante se puede atribuir: la identificación nacional de un pueblo con su proyecto personal. Toda una operación de marketing y estrategia política y territorial que los napolitanos adoptaron como suya de inmediato. Carlos dota al reino de una autoestima e identidad que ya poseía pero que había sido descuidada. El caso es que el reinado de Carlos en Nápoles es asumido por todos como el momento de mayor esplendor y de mejor imagen de su historia.
Es ya la suya la visión de un rey moderno e ilustrado, consciente de la necesidad de democratizar la política. Sus reinados, tanto en Nápoles como en España, son un tira y afloja continuo entre las clases privilegiadas y las clases popularesEsta visión ilustrada del poder en realidad Carlos se la debe a sus padres. Y según el historiador Giuseppe Caridi,¹ tal vez especialmente a su madre, la italiana Isabel de Farnesio, que como segunda esposa de Felipe V, desea un destino de rey para su hijo desde que Carlos nace. Y no lo tiene fácil: hay tres hermanastros delante, que le harán difícil llegar a reinar alguna vez. De ella, de su madre, Carlos hereda los ducados de Parma, Toscana y Plasencia con apenas quince años, y de su padre el Borbón Felipe V la misión de recuperar los territorios perdidos en Italia a manos de los Habsburgo. Cuando la conquista de Nápoles se culmina, en 1734, ya no regresará a España hasta veinticinco años después. Después de gobernar el sur de Italia con solvencia, entra en el país por Barcelona y se gana a la aristocracia y la renuente burguesía local, antes de coronarse en Madrid como rey de España y las Indias. Ni la propia Isabel de Farnesio podía imaginar un destino tan favorable. A falta de un reino, Carlos de Borbón recupera y hereda sucesivamente dos: primero Nápoles y luego España, el más poderoso imperio de su época.Pero nunca olvida Nápoles. Desde Madrid, supervisa y tutela la acción de gobierno de su hijo, Fernando IV, tal y como habían hecho sus padres con él. Su mujer, la reina María Amalia de Sajonia, no dejará nunca de suspirar por su querida y refinada corte de Nápoles. Él seguirá siendo un disciplinado y civilizado monarca hasta el día de su muerte. Por Nápoles y por su irrenunciable querencia italiana, Carlos III sufrió uno de sus mayores reveses: el motín de Esquilache, un episodio que sin duda contribuyó a forjar la personalidad última del soberano, que supo adaptarse a una y otra circunstancia respondiendo a lo que el pueblo le requería, aprendiendo de las señales que este le daba y rectificando los errores cuando fue necesario.
Es ya la suya la visión de un rey moderno e ilustrado, consciente de la necesidad de democratizar la política. Sus reinados, tanto en Nápoles como en España, son un tira y afloja continuo entre las clases privilegiadas y las clases populares. Por un lado recorta privilegios por arriba, pero por otro los da, para ampliar sus bases ideológicas y otorgar poder a la burguesía, al tiempo que cultiva la imagen de su reino con celo. Así hace construir el Palacio de Caserta, verdadero Versalles del Sur de Italia, o el Palacio de Capodimonte, destinado a albergar la magnífica colección de arte de su madre. O el Teatro San Carlo, el más antiguo teatro de ópera de Europa. Las grandes inversiones en Pompeya y Herculano, que en su día puso en marcha Carlos III en Nápoles siguen hoy, 300 años después, siendo admiradas por todo el mundo y compitiendo en rentabilidad con las pirámides de Egipto, el Louvre de París o el Metropolitan de Nueva York.
Este año, toda la ciudad lo recuerda. Los cinco ateneos partenopeos, asociados a las más importantes instituciones culturales, rinden tributo al rey ilustrado. No podía ser de otro modo. Fue su gran rey. Nuestro gran rey. Su época lo coronó. La fortuna lo acompañó. Sus padres lo sostuvieron. Buenos y competentes ministros lo aconsejaron. Pero él lo mereció. No es poco mérito, ser capaz de reformar y reunir en un solo cetro el mayor reino de su época, y llegar al final de su vida, en 1788, culminando las bases para la forja y estabilidad de una nación moderna. Un año después de su muerte estallaría la Revolución Francesa, pero él ya no lo vio. Como nos recuerda Ignacio Gómez de Liaño,² un nuevo orden se imponía, que dinamitaba el antiguo y que a su vez era hijo de este. Solo un poeta lo hubiera entendido. Y tal vez, quién sabe, sin quererlo él lo fue.