Ruptura y modernidad literaria
En teatro, novela, prensa y poesía, la literatura del reinado de Carlos III representaba lo nuevo, frente a los sectores tradicionales que temían el peligro de la influencia foránea
Entre 1759 y 1788 —los años españoles de Carlos III— la literatura española sufre uno de los procesos de transformación más acusados y polémicos de su historia, al debatirse, siempre de manera bastante airosa y con mucho ruido, entre la nostálgica mirada hacia una anquilosada tradición que venía de un ya anacrónico Barroco, o postularse hacia una compleja modernidad que la anclara en su presente, que no era otro que el de la Ilustración, el Neoclasicismo, el imperio de la Luz y la Razón: el Siglo de las Luces.Aquel meritorio Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, que escribiera Sempere y Guarinos, editado por la Imprenta Real en 1789 —el año de la Revolución Francesa precisamente—, y para quien “el año de 1759 fue muy feliz para la literatura española por la exaltación gloriosa al trono de nuestro Augusto Monarca”, nos mostraba, a modo de cuidado catálogo biobibliográfico, la prosperidad de las letras españolas durante un reinado que debía considerarse como modélico en muchos aspectos, y muy en especial en todo lo concerniente a las numerosas reformas culturales y educativas que se debieron emprender, no sin fuerte oposición por parte de las oligarquías del pasado, en aras de europeizar un territorio demasiado apegado aún a las viejas formas, y cuyo objetivo último, en palabras de Jovellanos en su conocido Elogio, no era otro que el de sacar al país de “aquellas tristes épocas en que España vivió entregada a la superstición y a la ignorancia”. Por ello, Guarinos —ilustrado convencido y militante— no dudaba en afirmar:
“Carlos III, con una resolución heroica, que será el asunto de los mayores elogios que le formarán los que hablen de su reinado en adelante, libertó a la Nación de este yugo […], restituyendo a los grandes talentos la justa y prudente libertad, y dando ejemplo él mismo, en la discreta imparcialidad con que ha premiado el mérito”.
Ahí quedan importantes hombres de letras también comprometidos con este discurso político modernizador: Olavide y su controvertida reforma de la Universidad, Jovellanos y sus preocupaciones sobre el estado de la agricultura, Esquilache —mano derecha del rey— y el marqués de la Ensenada y sus anticlericales reformas: propuestas todas comprometidas con el progreso de las ciencias, las artes y la literatura.
Letras y política, un novedoso maridaje que dará una funcionalidad práctica al hecho de la creación literaria, que ya no solo se observa como un mero entretenimiento o adorno más o menos elaborado de cierta calidad, sino que adquiere otras funciones sociales propias para la acción política, cuyo objetivo último va a residir en buscar la felicidad y el bienestar de los ahora menos súbditos y un poco más cercanos a los ciudadanos que nacerían al calor revolucionario de la vecina Francia.
Y en efecto es así, las letras hispánicas se llenan de modernidad. Las Cartas marruecas de Cadalso verían la luz en 1789, un texto ensayístico de ficción epistolar a lo Montesquieu que hacía dialogar las voces heterónimas de su autor, Gazel, Ben-Beley y Nuño, para ofrecernos un peculiar y penetrante diagnóstico de España y los españoles, no exento de cierta reflexión crítica, pero también de ciertas referencias precostumbristas que se desarrollarían en la literatura posterior del Romanticismo. Una obra publicada inicialmente por entregas en el Correo de Madrid, un periódico: la otra gran aportación del XVIII a la historia literaria.
La incorporación de la prensa a la vida social y literaria supone otra revolución, solo equiparable a la invención de la imprenta. Supuso un nuevo soporte, mucho más barato y asequible que el aristocrático y elitista libro, para una literatura que debía empezar a democratizarse en busca de nuevos públicos lectores —donde también la mujer empieza a incorporarse con un protagonismo pocas veces subrayado—. Ahí quedaban las cabeceras de Nipho —primer periodista profesional—, Clavijo y Fajardo y El Pensador, El Censor de Cañuelo, La Pensadora Gaditana de una enigmática Beatriz Cienfuegos, El Corresponsal del Censor, El Observador del abate Marchena, quien ya por esos años se movía seducido por los aires revolucionarios que venían allende los Pirineos, El Memorial Literario, Semanario Erudito…
La crítica literaria, la poesía, la censura de las costumbres, la crítica teatral, la reflexión sobre los temas de interés más diversos, todo ello al servicio de una emergente y cada vez más presente opinión pública como correlato identificable de las nuevas fuerzas sociales que empezaban a tomar cuerpo, también político, en la vida del país. Surgía así el ahora cercano “amigo lector” al que se va a dirigir el padre Isla en su famoso Fray Gerundio, paradigma de los derroteros por los que discurre la novedosa novela dieciochesca, de acuerdo asimismo con una concepción genérica de la escritura como una realidad textual que debía tratar del aquí y el ahora, que debía hablar sobre los intereses concretos y particulares, también sobre los conflictos del corazón, de esos nuevos lectores y lectoras.
El discurso modernizador fue defendido por importantes hombres de letras: Olavide y su reforma de la Universidad, Jovellanos y sus preocupaciones sobre la agricultura, Esquilache y el marqués de la Ensenada y sus reformas anticlericalesPero tal vez, esta cercanía del texto literario, junto con la prensa, donde más y mejor se va a proyectar es en el teatro. Un medio significativamente polémico y combativo a lo largo de toda la centuria, al concitarse en él buena parte de las tensiones ideológicas y sociales que sacuden el reino desde la llegada del primer Borbón, Felipe V, y que con Carlos III adquiere tal vez una dimensión mayor, dado su vasto plan de reformas.La época de Carlos III es la época de la “batalla del teatro”, el género más elocuente dada su extraordinaria proyección social, y dada también la arraigada tradición popular española en torno al arte de Talía, poco amiga de novedades y rupturas. Es la época del colorista sainete de Ramón de la Cruz, con sus chulescos majos y desvergonzadas manolas que llevará, por esos mismos años, a sus pinturas y cartones para tapices Francisco de Goya, en radical contraste con la pretendida exquisitez burguesa de un Nicolás Fernández de Moratín y su famoso círculo de contertulios de la Fonda de San Sebastián, tremendamente obsesionado por los males del teatro español, la educación de la juventud, la mujer y el matrimonio por amor; una labor continuada de modo mucho más radical si cabe aún por su hijo, el afrancesado autor de La comedia nueva o el café y El sí de las niñas.
Y es que el afán reformista que caracteriza la acción del Carlos III y sus gobiernos no podía dejar de lado el teatro. No en vano en 1765 se prohíben los autos sacramentales y las comedias de santos. Por ello, su ministro, el conde de Aranda emprenderá la reforma más ambiciosa del medio: se abren teatros en los distintos sitios reales, de Aranjuez a El Escorial; se expurga y moderniza el repertorio dramático a través de la tragedia de tema español —García de la Huerta estrena su tremenda Raquel, como eco literario del motín de Esquilache—; se incorpora el naturalismo escénico en la interpretación de los actores; se insta al desarrollo de la escenografía en aras del decoro y la verosimilitud escénica. En definitiva, se promueve una escena moderna.
Como se ve, en teatro, novela, prensa y poesía, una literatura y unos escritores —Cadalso, García de la Huerta, Iriarte, Samaniego, Ramón de la Cruz, Meléndez Valdés, Moratín (padre e hijo), Marchena— que representaban lo nuevo, lo moderno, y por ello, tal vez también, un peligro para una España vieja, que veía esa modernidad como invasión, como algo exógeno, extraño respecto a una cierta identidad que después se fraguaría, con resultados tan poco afortunados, a lo largo de la centuria posterior y que tomaría voz inquisitorial en la Historia de los heterodoxos españoles de don Marcelino Menéndez Pelayo, para quien el siglo XVIII se configuraba como una centuria, por definición, antiespañola. Las Luces de Carlos III eran parte del problema.