El combate por la memoria
El malogrado acuerdo de paz en Colombia o el quinto aniversario del alto el fuego de ETA, presentado como definitivo aunque la banda aún no se ha disuelto, apuntan al final de un largo ciclo, ya avanzado por los acuerdos finiseculares del Viernes Santo en Irlanda, que ha coincidido en el tiempo con la nueva amenaza del terrorismo islamista, caracterizado por su alcance internacional y su estructura difusa. Cada caso es único y tiene sus propias complejidades, pero tanto en Europa como en América la violencia ha dejado huella en la literatura y sigue haciéndolo pese al eventual abandono de las armas, no en vano cuando callan estas empieza la batalla, afortunadamente incruenta, por elaborar un relato de lo sucedido. A las estrategias discursivas de los políticos o la perspectiva histórica de los analistas, los escritores suman la capacidad de recrear atmósferas, manejar distintos puntos de vista y, sobre todo, acercarnos al sufrimiento de las víctimas, a menudo las grandes olvidadas.
Durante años, explica Maite Pagazaurtundúa, la tiranía del miedo que atenazaba la sociedad vasca, apoyada o ignorada por buena parte de la población que se sabía a salvo, extendió su radio de acción a la literatura que pese a tempranas y valerosas excepciones como la representada por Raúl Guerra Garrido ha tardado en romper el silencio en torno a la tragedia, abordada con honestidad y hondura en obras más recientes de Fernando Aramburu. A propósito del terrorismo en otros países europeos, como el vinculado a las Brigadas Rojas y la ultraderecha en Italia, la Baader-Meinhof en Alemania o el IRA en Irlanda, escribe Eduardo González Calleja, que analiza su reflejo literario o cinematográfico y señala cómo el final de los atentados no ha cerrado siempre o del todo las heridas, que en el caso irlandés enfrentan a dos comunidades separadas por diferencias casi insalvables en el antes aludido “combate por la memoria”.
La actividad de las guerrillas o los grupos paramilitares, el terrorismo de Estado y la delincuencia asociada al narcotráfico se han cebado especialmente en algunos países latinoamericanos, como apuntan Santiago Roncagliolo —que lo vivió de niño y lo ha descrito en sus novelas— respecto a Perú y las dictaduras de los setenta o Ernesto Calabuig en lo que refiere a Colombia y México, donde la violencia se ha convertido en un fenómeno tristemente cotidiano que ha inspirado a varias generaciones de excelentes narradores: Héctor Abad Faciolince, Jorge Franco, Mario Mendoza, Juan Gabriel Vásquez, el fallecido Daniel Sada, Élmer Mendoza o Yuri Herrera. Del yihadismo, sus raíces religiosas y el contexto político e ideológico del que surge, habla Javier Valenzuela, que rastrea la bibliografía disponible para proponer títulos ensayísticos, periodísticos o narrativos sobre un grave desafío que lo es a su juicio tanto por el dolor y la destrucción que causa como por las respuestas erradas que provoca.
La Barcelona del pistolerismo que retrata su última novela, Apóstoles y asesinos, es evocada por Antonio Soler como ejemplo de una ciudad asediada por el terror, sometida a esa dinámica de acción y reacción por la que cada uno de los bandos en liza encuentra en los crímenes ajenos la justificación de los propios. Más allá de las razones sociales, económicas o políticas, donde el fin se impone a los medios y estos prescinden de límites morales, impera la violencia engendradora de violencia, que pierde cualquier posible legitimidad y acaba no teniendo otro objetivo que perpetuarse a sí misma.