La sombra del espanto
Colombia y México, países habituados a la barbarie desatada por las milicias o el narcotráfico, han alumbrado una literatura que describe magistralmente el fenómeno
Es casi un tópico referirse a la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica como un escenario de terror y crueldad político-militar sin precedentes. En el caso de Colombia, el hecho de que estén negociándose en 2016 los acuerdos de paz entre el gobierno del presidente Santos y el líder de las FARC —tras ¡cincuenta y dos años! de enfrentamientos y millones de víctimas— da idea de lo larga que ha sido la sombra del espanto en este país. México, por desgracia, es también una fuente diaria de terribles noticias que parecen partes de guerra. En ambas naciones se ha tratado de una barbarie que atenaza, quiebra y mutila los proyectos de vida de los ciudadanos, atrincherados en su esfera privada. Pensadores como el español Jesús Martín Barbero o la neerlandesa Mieke Bal han analizado a fondo este fenómeno, en La ciudad que median los miedos y en Arte para lo político, respectivamente. Como no podía ser de otra forma, vivir o sobrevivir en medio de la barbarie es algo que ha dejado su impronta también entre los escritores. A veces la tragedia les alcanzó tan de lleno como al colombiano Héctor Abad Faciolince, autor de un hermoso texto, ya emblemático, para el asunto que nos ocupa, El olvido de que seremos. Abad tuvo que esperar veinte años para estar en condiciones de relatar el asesinato de su padre (médico humanista, tiroteado por unos sicarios desde una motocicleta en una calle de Medellín en el verano de 1987). Su única “culpa”, ser un hombre de progreso, obsesionado por extender la sanidad pública y los derechos humanos a todas las capas de la sociedad.Colombia aparece como la nación más violenta del mundo, un infierno de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad pone el dedo en la llaga de un conflicto secular en apariencia irresoluble porque siempre pivota entre estos polos: progreso/involución, renovación/tradición, ilustración/catolicismo ancestral. Tomar la palabra es la única arma que nos queda, advierte, para rememorar, denunciar y rescatar del olvido. En novelas posteriores de Abad, como La Oculta, su protagonista, un historiador homosexual, nos habla de una finca familiar amenazada, un antiguo cafetal en los buenos tiempos, que después fue espacio de secuestros, incendios o violaciones… Abad escribe del imposible regreso a una Colombia que devora a sus hijos: una “patria terrible”, un “entorno asfixiante”, clerical, intolerante, racista y homófobo. También las obras de su compatriota Jorge Franco están salpicadas por este hecho: en Melodrama describía su país como una violenta “narcorrepública”. Medellín, en concreto, solo puede evocar, a su joven y enfermo protagonista, torturas o atentados diarios, porque en Colombia, la única disyuntiva es: “o fiesta, o funeral”. Pero es particularmente en El mundo de afuera donde Franco consigue que el lector asista conmovido a la lógica de un largo secuestro: el del rico potentado septuagenario Diego Echevarría a manos de un grupo de delincuentes comandado por ese personaje perfectamente analizado, casi radiografiado, que es El Mono Riascos. Curioso que el autor insufle en la narración el aire de una fábula de princesas y amenazantes ogros para relatar esta dura historia, en la que la lujosa casa del magnate aparece como un castillo-palacio sitiado por la imposibilidad de la seguridad absoluta.
Es casi un tópico referirse a la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica como un escenario de terror y crueldad sin precedentes. La violencia atenaza, quiebra y mutila los proyectos de vida de los ciudadanos, atrincherados en su esfera privadaY hablando de secuestros, en medio de la locura de tantos años de conflicto, hay quien llegó a sufrirlos de modo doble: así el protagonista de Los hombres invisibles, del bogotano Mario Mendoza, capturado y retenido sucesivamente por la policía y por la guerrilla de las FARC. En otra de sus obras, Buda Blues, dentro de un fresco de la violencia contemporánea mundial, comparece también el terrible capo Pablo Escobar. Una figura que también resulta central en los años de formación de un gran narrador de la literatura colombiana contemporánea, Juan Gabriel Vásquez. En su novela La forma de las ruinas, recuerda incluso las visitas de los niños a la hacienda del narco y su aeroplano aparcado a la entrada. En esta novela, casi al hilo de la autobiografía (aunque partiendo de un hecho histórico capital, el asesinato del prometedor abogado y político Gaitán en 1948), Vásquez presenta su país como un lugar donde “las explosiones marcaban el calendario”, tanto como las matanzas cotidianas de jueces, policías, políticos y civiles.Si hay otro país donde la palabra violencia parece quedarse pequeña para describir una lógica macabra de ajustes de cuentas, secuestros, torturas, decapitaciones… es México. Narradores de fuste como el prematuramente desaparecido Daniel Sada no le perdieron la cara a esa realidad terrible en obras como Ese modo que colma, relatos que nos hablaban de lo poco que vale la vida en una jungla de capos sanguinarios que celebran brutales fiestas y que incluso cuando tratan de retirarse saben que sus días están contados. Una de las voces más frescas de la nueva narrativa de este país, Yuri Herrera, nos sumergió en la corte/palacio de un cártel de narcos en Trabajos del reino, de la mano de un cantante de corridos que no tarda en vivir de cerca el infierno y el espanto. Y en La transmigración de los cuerpos, el protagonista, El Alfaqueque, es un hábil mediador entre corruptos, hampones de diferentes pelajes y policías dudosos, que han hecho de la ciudad un campo de batalla. Dentro de la literatura mexicana más vibrante de los últimos años nos encontramos con Élmer Mendoza y el espléndido protagonista de su saga, el detective Zurdo Mendieta, que en tramas complejas como Balas de plata o La prueba del ácido ha detallado (con una sabia mezcla de terribilidad y humor) los ambientes corruptos y violentos (políticos, policiales, judiciales, funcionariales…) en los que su investigador se mueve, sorteando las barreras de la ley del silencio y del miedo, pues es peligroso “patear el pesebre” o molestar a los capos y a la “gente crema”, los intocables. Magistrales sus descripciones del conflicto en las calles y del patrullar impune y constante de las camionetas de cristales tintados. A bordo, cómo no, narcotraficantes circulando como fantasmas del mal por un país de “narcopadres y narcojuniors”. La ironía dinamiza sus narraciones: “La modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus calles”, o “Se dedicaba a la construcción, por eso tenía armas”. Otro autor de novela negra, en este caso estadounidense, Don Winslow, ha abordado en obras como El poder del perro y El cártel el tremendo laberinto del narcotráfico en México, siendo muy crítico con el modo en que EEUU gestiona y combate este sangriento negocio.