El terror de la ficción (y el otro)
El escritor limeño comparte la vivencia personal que está en el origen de sus novelas dedicadas a la violencia de las guerrillas o al terrorismo de Estado en Perú y otras naciones latinoamericanas
UNO. Crecí en una ciudad sitiada por el terrorismo: la Lima de los años ochenta. Prácticamente, una zona de guerra. En el colegio, entre las ecuaciones algebraicas y los ríos del Perú, estudié medidas de prevención antibombas: pegar X de cinta adhesiva en las ventanas, para que no salten las esquirlas. Colocarme en un espacio abierto o bajo un umbral cuando suene la explosión. Arrojarme al suelo con la boca abierta para que la onda expansiva no me dañe los tímpanos.
Además de los atentados, eran frecuentes los apagones, las redadas y los toques de queda. En esas condiciones, los chicos no salíamos mucho de casa. Nuestro principal entretenimiento, si había energía eléctrica, era la televisión: comedias americanas, culebrones venezolanos, películas de artes marciales, nada muy sofisticado.
Yo me aficioné a las series de terror y humor negro: Alfred Hitchcock presenta, La hora macabra, La dimensión desconocida… Algunos de sus capítulos siguen grabados en mi memoria: el hombre que firma un pacto con el diablo para ser inmortal, y se dedica a estafar a compañías de seguros de vida. La mujer paranoica que cree reconocer a su violador en cada hombre que se cruza por la calle. El niño que hace realidad todo lo que pasa por su cabeza, y un día ve un incendio por televisión…
Yo esperaba toda la noche por esas historias, y prefería verlas a solas y a oscuras, para asustarme más con ellas. El miedo de la ficción me resultaba reconfortante porque sabía que era de mentira. Veía la cremallera del disfraz del monstruo. Era consciente de que eso era una pantalla y sus personajes eran actores. Podía apagar la televisión y se habría acabado.
No como el miedo de la vida diaria. No como los cadáveres en las calles. O la oscuridad de los apagones. La realidad no tiene botón off.
DOS. Cuando cumplí doce años, el Canal 2 transmitió un ciclo de películas de Roger Corman protagonizadas por Vincent Price y pobladas de imágenes góticas deliciosamente espantosas: un gato negro siniestro, una Muerte enmascarada, un péndulo que se acerca golpe a golpe hacia el cuerpo de un hombre amarrado, todo combinado con la voz de ultratumba de Price, como la banda sonora del infierno. Recuerdo que ponían esas películas los sábados, porque mi madre salía y me dejaba solo en casa. Mientras veía la televisión, las escaleras crujían, se oían pasos en la calle y el viento golpeaba las ventanas. Era espeluznante.
Temblé durante dos meses con el ciclo de Corman, hasta un sábado en que mi madre no salió. Supongo que habría apagón o las calles estarían cortadas, lo normal. Mamá se hizo un sandwich y me acompañó a ver mi película de terror, y mientras yo temblaba, ella me informó:
—Eso no es una película. Eso es Edgar Allan Poe.
Esa noche descubrí que las historias que me fascinaban también estaban en los libros.
Uno puede describir un hecho histórico —una guerra, un golpe de Estado, un atentado— y los lectores sabrán qué ocurrió. Pero para que ese hecho se grabe en su memoria, es importante que sientan lo que sintieron sus protagonistasEn la América Latina de esos años, leer era casi un acto subversivo. Mi casa estaba llena de ensayos de Marx y Engels, manuales de historia y análisis sociológicos. Los escritores de ficción que conocía eran los del boom latinoamericano, todos ellos personajes políticos. Nunca se me había ocurrido que hubiese libros sobre fantasmas o monstruos. Creía que eso lo había inventado la tele.Y sin embargo, los había. Comencé a hacer pesquisas. Por supuesto, descubrí a Stephen King y los victorianos: Stoker, Mary Shelley o el Wilde de El retrato de Dorian Gray. Pero también encontré historias latinoamericanas de miedo, como las de Horacio Quiroga o Felisberto Hernández, los cuentos de fantasmas de Juan Rulfo, los thrillers políticos de Mario Vargas Llosa o la novelita con casa embrujada Aura de Carlos Fuentes.
A veces, mientras afuera retumbaban las bombas, leía a esos autores. Ellos describían el mundo en que yo vivía. Para mí, eso era realismo costumbrista.
TRES. A finales de los noventa, trabajé como empleado público en una institución de Derechos Humanos. La guerra interna ya había terminado, pero los procesos judiciales contra los terroristas habían estado plagados de irregularidades. Miles de inocentes habían acabado en prisión. Como parte de mi trabajo, yo visitaba cárceles para hablar con ellos y revisar sus casos. Ya puesto, también hablaba con los culpables. Y con los policías. Y con militares. Y con los familiares de desaparecidos.
Ante mis ojos, se fue formando un paisaje más complejo. Descubrí que para defenderme del terror, el Estado había desplegado su propio terror, asesinado, torturado y desaparecido a decenas de miles de personas.
Cuando vivimos una guerra —como la Guerra Civil española, sin ir más lejos—, tomamos partido: los nuestros son los buenos, los otros son los malos. A partir de entonces, los hechos de sangre de nuestro bando son gestas heroicas, y los del otro, crímenes atroces. Nuestro juicio no tiene que ver con la magnitud de los hechos en sí. Depende de a quién le tenemos más miedo.
Escribimos novelas porque algo nos da vueltas en la cabeza, y si no lo decimos, reventamos. Queremos que los demás se sientan como nos sentimos, transportarlos al lugar donde está nuestro corazón. Y nuestro hígado. Al menos yo funciono así. Y quise escribir una novela al respecto.
Pasé años tratando de decidir cómo hacerlo. Ensayé una autoficción, una novela histórica, un docudrama… Ninguno de los proyectos vio la luz. La mayoría, no vieron más de cinco páginas.
Solo después de muchas vueltas, recordé quién era yo. Y entendí que, para escribir honestamente, yo debía contar una historia de terror.
CUATRO. El thriller Abril rojo, aparecido en 2006, es una historia de asesino en serie ambientada en Ayacucho, epicentro de la violencia política peruana de los años ochenta. Como hice yo en mi trabajo de empleado público, el detective de la novela —el inocente burócrata Félix Chacaltana—, va descubriendo la ambigüedad moral de la guerra, y lo difícil que resulta distinguir a los buenos de los malos cuando estudias de cerca los hechos.
Una buena novela no solo te cuenta que torturaban a la gente en sótanos: te lleva a ellos. Pone la picana en tu cuerpo. Te hace escuchar las bombas. Te persigue en la oscuridad con un cuchillo en la mano. De la literatura, nadie sale indemneEl fiscal Chacaltana volvió a las andadas ocho años después, en otra novela negra titulada La pena máxima, que ambienté en el terror de Estado producido por las dictaduras latinoamericanas de los años setenta. Durante el mundial de fútbol de Argentina 78 —y antes, y después—, el gobierno peruano colaboró con la desaparición, tortura y asesinato de varios argentinos que se oponían al general Videla y sus secuaces. El episodio, poco conocido, marcó la participación de mi país en la siniestra Operación Cóndor, que abarcó casi toda Sudamérica.Finalmente, en mi última novela, La noche de los alfileres, volví al escenario de mi adolescencia. A diferencia de las novelas de Chacaltana, este no es un libro que hable directamente de acontecimientos históricos. Aquí, la violencia social se sitúa en el trasfondo de los hechos. Es la historia de cuatro chicos rodeados de atrocidades, y de cómo la violencia penetra poco a poco en su universo íntimo, hasta convertirlos en monstruos.
Uno puede describir un hecho histórico —una guerra, un golpe de Estado, un atentado— y los lectores sabrán qué ocurrió. Pero para que ese hecho se grabe en su memoria, es importante que sientan lo que sintieron sus protagonistas. Una buena novela no solo te cuenta que torturaban a la gente en sótanos: te lleva a ellos. Pone la picana en tu cuerpo. Te hace escuchar las bombas. Te persigue en la oscuridad con un cuchillo en la mano. De la literatura, nadie sale indemne.
Varias décadas después de ver La dimensión desconocida y La hora macabra, he terminado dedicándome a escribir historias de terror. Solo que los verdaderos monstruos y fantasmas no habitan en castillos góticos ni en pantanos, sino en la historia de los países y en el corazón de las personas.